viernes, 21 de octubre de 2011

Dichosas palabras

La renovada indiferencia de su público le hizo plantearse si el progreso de los últimos tiempos no habría sido pura ilusión o la mentira piadosa de aquellos que le conocían de antaño.

“Qué poquito espelde”, le decía a menudo su madre y él,  por su tono entre preocupado y divertido y las ocasiones en que merecía aquel reproche, suponía que la carencia de tal atributo no era algo de lo que hacer alarde. El dichoso término formaba parte del peculiar vocabulario de mamá, muchísimo más rico que el de cualquier erudito pedante y aburrido y durante años se convirtió en el más deseado y esquivo tesoro, un santo grial mitológico y portador de vida eterna. Muchas veces había tratado de confirmar o desterrar sus temores, pero hasta la fecha ningún diccionario o sabio disponible había sido capaz de definirle tan, ya por entonces, indispensable palabra y, en su frustrante ignorancia, no hubo manera de que se creyera capaz de verse o de mostrarse distinto de lo que hasta entonces había sido.

Tan pronto abandonó el hogar paterno y la ciudad recogida donde se habían ido cociendo sus miedos y esperanzas como en una olla a presión, descubrió que el resto de la humanidad era inconsciente de la existencia de este y otros términos tan familiares, pero que andaban también amedrentados por otras palabrejas que él desconocía. Cosa curiosa la del lenguaje y los pensamientos. Aquella certeza le abrió los ojos como una revelación. ¿Cómo una palabra desconocida para el resto del mundo podía a él hacerle tanto daño? Un vocablo que ni siquiera tenía significado, ni sinónimos; tres sílabas que no existían más allá de su mente torturada. Desvelada su insignificancia, empezó a emplear palabras inofensivas con que completar el viejo reproche de su infancia. De esta forma, el término empezó a perder la fuerza con que le había intimidado y se fue amansando hasta sonar amistoso y agradable.

Desde entonces siempre estuvo allí como un buen recuerdo de su madre y de su tierra y aquel mismo día, frente a su fría audiencia, le ayudó a reconocerse único e imprescindible, poseedor de secretos valiosísimos como aquella palabra única que sólo pudo hacerle daño mientras se lo consintió.

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