jueves, 27 de octubre de 2011

Hablando del tiempo

Otro día de tráfico horrendo y clima británico. Lo lamento; tres semanas desde el comienzo de este blog y ya he sucumbido a la fácil tentación de quejarme del tiempo y mis rutinas. En realidad poco puedo contar pues, no siendo prudente ni profesional hablar de mi trabajo (el otro, el que me quita tiempo para escribir pero me da de comer) y, reservándome la vida privada de vuelta a casa, mi día a día se limita a un paseo corto a la hora del almuerzo y noventa minutos en la carretera.

Lo del paseo es una actividad forzada con el fin de mantener la sana costumbre, heredada o tal vez adquirida en las pequeñas ciudades españolas donde viví, de trasladarme siempre a pie, a ser posible por calles tranquilas al calor simbólico de un sol invernal de mediodía. Todo es posible con buena voluntad y cierta imaginación, pero disfrutar, lo que se dice disfrutar, no acabo de conseguirlo por las calles grises de Wavertree, azotado por galernas atlánticas que vuelven del revés paraguas imprescindibles pero inútiles. Sería injusto, sin embargo, ignorar las ocasionales bonanzas de este clima caprichoso y no mencionar esas otras caminatas de fin de semana por los campos de Bowdon, rodeados de árboles magníficos, gigantes centenarios con nombres propios y chapas de identificación que le dan un aspecto regio y saludable a esta parte de Inglaterra. No es este un país de contrastes; las ciudades, el paisaje y hasta el cielo tienden a ser uniformes allá donde vayas y la falta de accidentes geográficos reseñables bajo una capa de nubes casi constante, lo convierten en un lugar ideal para perderse (en el sentido literal de la palabra) y no encontrarse jamás (esto último más bien en el sentido figurado, pues hasta las gentes parecen cortadas por el mismo patrón y es habitual que casi todo por aquí resulte algo impersonal).

Pero hablando de accidentes y volviendo al tráfico, conducir por Gran Bretaña es un ejercicio de civismo y buenas maneras (al menos de maneras contenidas). Mis primeros meses al volante en este país, al margen de mis iniciales y a dios gracias sin consecuencias despistes posicionales (circulando por la derecha en sentido contrario), fueron todo un aprendizaje de cortesía y mesura. Aquí si una señal te marcaba cincuenta millas por hora, se circulaba a cuarenta y si alguien pretendía incorporarse a una vía, se hacía cola para dejarle pasar. Pronto comprendí que esa manera tan hispana de ventilar frustraciones al volante no era apropiada por estos lares, pero amparado en la barrera lingüística, seguí haciendo uso del riquísimo repertorio de improperios y frases hechas que, para los avatares del conducir diario, los españoles conocemos tan bien y, sólo cuando me percaté que el único que tocaba el claxon en los atascos era yo, empecé a adoptar las formas aparentemente serenas y cordiales de mis vecinos.

Desafortunadamente fue solo un espejismo. El uso del pasado en el párrafo anterior no es en absoluto casual. En los últimos diez años he asistido a un desalentador deterioro de las formas y los modales de mis compañeros de viajes, que empiezan a morir a mansalva como en las carreteras españolas. Creo que no exagero si me considero uno de los más seguros, educados y pacientes conductores de este país y me gustaría seguirlo siendo. Mejor aún, me gustaría dejar de serlo; trabajar desde casa, olvidándome de parar para el almuerzo y pasear únicamente por imponentes arboledas bajo un cielo azul inmaculado. He dejado de soñarlo y como ahora ya lo veo claro, estoy convencido de que no tardará en llegar.

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