Andrómeda
le contemplaba desde el firmamento. No es que él lo supiera, ni que le
interesara en absoluto. Por entonces nada le importaba ya, más allá de la paz
que le rodeaba y la belleza imponente de cuanto observaban sus ojos. Tuvo que
esforzarse para mover su mano y sentir la suavidad de la hierba fresca,
suficientemente mullida para acomodar su cabeza empapada.
La
galaxia tampoco era consciente del cuerpo tumbado que miraba al cielo nocturno.
Desde su remanso de vacío universal, sujeta al ajetreo de una aparente y eterna
quietud, iluminaba vastísimas distancias de desolada negrura frente a otra
mancha de luz que albergaba multitud de cuerpos celestes transitando en órbitas
constantes entre estrellas descomunales y astros más modestos con mundos
habitados de atmósfera espesa, océanos inabarcables, cordilleras abruptas y
llanuras verdes como la que le sostenía.
Por su
pie descalzo ascendía tranquila una hormiga que se detuvo en el borde del
pantalón. La pierna doblada había dejado de dolerle y, en su pecho, la
respiración se le había calmado hasta casi detenerse. Su mano izquierda
sujetaba una brizna de hierba y la derecha descansaba junto a su cabeza,
manchada de la sangre que manaba más lenta de su herida abierta. Unos metros
por detrás el coche humeaba volcado en la cuneta, frente a la carretera
solitaria.
Lo
último que vieron sus ojos fue aquel punto de luz que comenzó a acercarse lentamente a medida que regresaba con la serenidad del que se sabe esperado. Parte de su
esencia quedó en aquel prado, en los mares, las montañas y las nubes; parte se
mezcló con la materia cósmica sin perder un ápice de su tamaño ni el impulso
de su marcha.
No se
detuvo al alcanzar Andrómeda.
Su
energía continuó expandiéndose hasta volver al origen y ocuparlo todo.
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarComentario eliminado por error. Me temo que no podré recuperarlo para el blog. Tus palabras, sin embargo las recuerdo para siempre. Muchas gracias, Alba.
Eliminar