martes, 1 de mayo de 2012

XVI


No lo habría guardado de no haber leído su nombre en trazos muy marcados, rodeado de otras palabras (la mayoría incompletas) cercenadas en el borde irregular del papel roto; “…que sí…a Antonio…no me dejó…”. Por el otro lado, la esquina no mostraba más que el cuadriculado fino, casi transparente de la hoja.

Lo había encontrado fregando el servicio del segundo piso, tras la misma taza donde estuvo a punto de tirarlo. Así lo habría hecho de haberlo hallado unas horas antes, con el mencionado estudiante aún con vida. Una vez muerto, sobre todo aquel día después del suicidio, cualquier vestigio del muchacho parecía revestido de solemnidad y hasta su nombre escrito en un papel se antojaba merecedor de un destino más digno que el agujero del váter. Eso y su incorregible afición al cotilleo, le habían llevado a guardarlo en la cartera al lado de la foto de su nieto. De allí lo sacó unos días después con una curiosidad distinta, aderezada de intriga (Pablo podía adornarlo como quisiera, pero a él no se le escapaba que la policía sospechaba algo) y otra vez esa misma tarde, de vuelta del funeral, con una duda creciente.

Nada le hacía pensar que aquellas palabras inconexas tuvieran relación alguna con el trágico final del joven, pero no podía olvidar que en algún lugar, tal vez macerado en el agua de las cloacas o en algún otro rincón de aquel colegio, se ocultaba el resto de la nota; escrita quizás con el mismo trazo intenso, revelando chismes irrelevantes, hechos esclarecedores o secretos acusatorios.

Mariano volvió a inspeccionar la esquina de la hoja, tratando de calcular el valor que adquiriría en manos de la policía. Tal y como la había manoseado, le resultaba imposible imaginar que pudieran encontrar en ella otras huellas que las suyas propias y aquello no le pareció del todo conveniente. El tipo de papel (nada fuera de lo común) tampoco parecía merecedor de ningún interés y tan sólo la caligrafía escrita en tinta azul le pareció potencialmente esclarecedora. Sesudos expertos podrían analizar cada letra al detalle pero sólo él se sentía capaz de descubrir a su autor.

Con este fin se había encerrado en el cuarto de la fotocopiadora, allí donde guardaban cada solicitud y ficha de residente y, tras las diez primeras, empezó a sospechar que no iba a resultar tan sencillo como anticipara. El espacio acotado de los formularios había reducido cada escritura a un casi uniforme tamaño, incomparable al de la nota y la única diferencia apreciable, aquella entre las letras afiladas y las redondeadas del pedazo de papel, le había dejado ya con un par de posibles autores y varias decenas de candidatos aún por revisar.

Para cuando, al cabo de una hora hubo cerrado el último expediente, el portero era ya consciente del absurdo cometido en el que se había embarcado. Con una parsimonia ceremonial vació el cenicero de las colillas de la mañana, colocó sobre él la esquinita de papel y, como si se tratara de su propia pira, dejó que se consumiera el último recuerdo del muchacho.

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