No lo
habría guardado de no haber leído su nombre en trazos muy marcados, rodeado de otras
palabras (la mayoría incompletas) cercenadas en el borde irregular del papel
roto; “…que sí…a Antonio…no me dejó…”. Por el otro lado, la esquina no mostraba
más que el cuadriculado fino, casi transparente de la hoja.
Lo
había encontrado fregando el servicio del segundo piso, tras la misma taza
donde estuvo a punto de tirarlo. Así lo habría hecho de haberlo hallado unas
horas antes, con el mencionado estudiante aún con vida. Una vez muerto, sobre
todo aquel día después del suicidio, cualquier vestigio del muchacho parecía revestido
de solemnidad y hasta su nombre escrito en un papel se antojaba merecedor de un
destino más digno que el agujero del váter. Eso y su incorregible afición al cotilleo,
le habían llevado a guardarlo en la cartera al lado de la foto de su nieto. De
allí lo sacó unos días después con una curiosidad distinta, aderezada de intriga
(Pablo podía adornarlo como quisiera, pero a él no se le escapaba que la
policía sospechaba algo) y otra vez esa misma tarde, de vuelta del funeral, con
una duda creciente.
Nada le
hacía pensar que aquellas palabras inconexas tuvieran relación alguna con el
trágico final del joven, pero no podía olvidar que en algún lugar, tal vez macerado
en el agua de las cloacas o en algún otro rincón de aquel colegio, se ocultaba
el resto de la nota; escrita quizás con el mismo trazo intenso, revelando
chismes irrelevantes, hechos esclarecedores o secretos acusatorios.
Mariano
volvió a inspeccionar la esquina de la hoja, tratando de calcular el valor que
adquiriría en manos de la policía. Tal y como la había manoseado, le resultaba
imposible imaginar que pudieran encontrar en ella otras huellas que las suyas
propias y aquello no le pareció del todo conveniente. El tipo de papel (nada
fuera de lo común) tampoco parecía merecedor de ningún interés y tan sólo la
caligrafía escrita en tinta azul le pareció potencialmente esclarecedora. Sesudos
expertos podrían analizar cada letra al detalle pero sólo él se sentía capaz de
descubrir a su autor.
Con este
fin se había encerrado en el cuarto de la fotocopiadora, allí donde guardaban
cada solicitud y ficha de residente y, tras las diez primeras, empezó a
sospechar que no iba a resultar tan sencillo como anticipara. El espacio
acotado de los formularios había reducido cada escritura a un casi uniforme
tamaño, incomparable al de la nota y la única diferencia apreciable, aquella
entre las letras afiladas y las redondeadas del pedazo de papel, le había
dejado ya con un par de posibles autores y varias decenas de candidatos aún por
revisar.
Para cuando,
al cabo de una hora hubo cerrado el último expediente, el portero era ya
consciente del absurdo cometido en el que se había embarcado. Con una
parsimonia ceremonial vació el cenicero de las colillas de la mañana, colocó
sobre él la esquinita de papel y, como si se tratara de su propia pira, dejó
que se consumiera el último recuerdo del muchacho.
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