jueves, 22 de noviembre de 2012

XXXV


No pudo evitar que se pusiera a su lado. Entre el barullo de gente que pugnaba por llegar a la barra sólo se percató de su presencia cuanto Sáez se hizo a un lado ante la insistencia del otro. Su amigo se retiró incluso entre el gentío tras dejarle paso, con una mueca de asco que Rubio tuvo que disimular cuando le tuvo a un palmo de su cuello, mirando hacia arriba con aquella expresión de eterna indiferencia.

No habían vuelto a hablar desde que, una semana después de la muerte de Antonio, le encontrara en su garito habitual y le advirtiera que no quería más negocios con él y que se cuidara mucho de contarle a nadie los que se traía con el muerto. Rubio había tenido que superar la inquietud que aquel personaje, a pesar de su escaso metro sesenta, le seguía causando; no en vano a la fuerza debía tratarse con gente mucho menos respetable para trapichear de aquella forma. Pero, en la aparente mansedumbre del otro, que aceptó comprensivo sus razones de peso, creyó Rubio haber zanjado el asunto para siempre. Tal vez ni siquiera tendría ya que encontrarle sustituto ahora que llevaba más de dos meses de abstinencia.

“¿Qué quieres?”, le espetó tratando de erguirse aún más ante él.

“Contarte algo interesante”.

Rubio hizo un gesto de desinterés pero antes de darle la espalda, el otro le sujetó del brazo con una fuerza inesperada.

“¿Sabes que hablé con tu amigo la noche que se mató?”

Al estudiante le pareció percibir una sombra de inquietud en el gesto del otro y en el tono de su voz confirmó que no le estaba resultando nada fácil hacerle aquella revelación. No le sonó halagüeño que el tipo anduviera preocupado por Antonio a aquellas alturas, pero no por ello dejo de resultarle absolutamente imprescindible ponerse al tanto del asunto. Tras soltarse de su mano le siguió hasta el pasillo de los servicios, donde el alboroto era más discreto.

“Me llamó al móvil”, declaró entonces con cierto orgullo mientras a Rubio se le revolvía el cuajo al imaginar a su Amigo compartiendo confidencias con aquel demonio.

“Estaba muy nervioso”.

Guardaron los dos silencio por un instante como si el uno aún dudara si debía contarlo y el otro se resistiera a saberlo.

“No sabía que también se metiera pastillas”.

“¿A qué te refieres?”

“Yo no le di ninguna”, se apresuró a aclarar. “Pero debió tomarlas esa noche”.

Volvió a hacer una pausa que Rubio no aprovechó para protestar.

“A lo mejor quiso matarse con el Rohypnol”.

“Antonio se ahorcó”, escupió el estudiante con sincera repulsa.

El otro se encogió de hombros.

“Yo sólo te digo que me preguntó cuánto tiempo se podía detectar en la sangre y, cuando le dije que no tenía ni idea, se echó a llorar y me colgó”.

A pesar de la calaña del personaje, Rubio un podía imaginar motivo alguno por el que estuviera mintiendo, pero no alcanzaba a discernir porqué había decidido contárselo.

“Sé que la policía estuvo husmeando”, adujo como si intuyera la pregunta del otro.

“No sobre si tomaba drogas, que yo sepa”.

El otro le miró aliviado.

“Ya sabes que hacía mucho que no hacíamos negocios, ¿verdad?”

“No le contaría a nadie que nos tratábamos contigo, créeme. En esta última frase sí vomitó todo el desprecio del que fue capaz.

Sin embargo al camello pareció satisfacerle aquella declaración de intenciones y, con una sonrisa bastante malintencionada, dio por terminada su conversación.

“Vete a saber lo que le pasó por la cabeza”, dijo no obstante, antes de meterse en el servicio de caballeros.

Rubio tardó unos segundos en reaccionar y, para cuando volvió a la barra, había perdido por completo las ganas de jarana. Sin decir una palabra a sus amigos, salió del bar y regresó solo a la residencia.

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