No pudo
evitar que se pusiera a su lado. Entre el barullo de gente que pugnaba por
llegar a la barra sólo se percató de su presencia cuanto Sáez se hizo a un lado
ante la insistencia del otro. Su amigo se retiró incluso entre el gentío tras
dejarle paso, con una mueca de asco que Rubio tuvo que disimular cuando le tuvo
a un palmo de su cuello, mirando hacia arriba con aquella expresión de eterna
indiferencia.
No
habían vuelto a hablar desde que, una semana después de la muerte de Antonio, le
encontrara en su garito habitual y le advirtiera que no quería más negocios con
él y que se cuidara mucho de contarle a nadie los que se traía con el muerto.
Rubio había tenido que superar la inquietud que aquel personaje, a pesar de su
escaso metro sesenta, le seguía causando; no en vano a la fuerza debía tratarse
con gente mucho menos respetable para trapichear de aquella forma. Pero, en la
aparente mansedumbre del otro, que aceptó comprensivo sus razones de peso,
creyó Rubio haber zanjado el asunto para siempre. Tal vez ni siquiera tendría
ya que encontrarle sustituto ahora que llevaba más de dos meses de abstinencia.
“¿Qué
quieres?”, le espetó tratando de erguirse aún más ante él.
“Contarte
algo interesante”.
Rubio
hizo un gesto de desinterés pero antes de darle la espalda, el otro le sujetó
del brazo con una fuerza inesperada.
“¿Sabes
que hablé con tu amigo la noche que se mató?”
Al estudiante
le pareció percibir una sombra de inquietud en el gesto del otro y en el tono
de su voz confirmó que no le estaba resultando nada fácil hacerle aquella
revelación. No le sonó halagüeño que el tipo anduviera preocupado por Antonio a
aquellas alturas, pero no por ello dejo de resultarle absolutamente
imprescindible ponerse al tanto del asunto. Tras soltarse de su mano le siguió
hasta el pasillo de los servicios, donde el alboroto era más discreto.
“Me
llamó al móvil”, declaró entonces con cierto orgullo mientras a Rubio se le
revolvía el cuajo al imaginar a su Amigo compartiendo confidencias con aquel
demonio.
“Estaba
muy nervioso”.
Guardaron
los dos silencio por un instante como si el uno aún dudara si debía contarlo y
el otro se resistiera a saberlo.
“No
sabía que también se metiera pastillas”.
“¿A qué
te refieres?”
“Yo no
le di ninguna”, se apresuró a aclarar. “Pero debió tomarlas esa noche”.
Volvió
a hacer una pausa que Rubio no aprovechó para protestar.
“A lo
mejor quiso matarse con el Rohypnol”.
“Antonio
se ahorcó”, escupió el estudiante con sincera repulsa.
El otro
se encogió de hombros.
“Yo
sólo te digo que me preguntó cuánto tiempo se podía detectar en la sangre y,
cuando le dije que no tenía ni idea, se echó a llorar y me colgó”.
A pesar
de la calaña del personaje, Rubio un podía imaginar motivo alguno por el que
estuviera mintiendo, pero no alcanzaba a discernir porqué había decidido
contárselo.
“Sé que
la policía estuvo husmeando”, adujo como si intuyera la pregunta del
otro.
“No
sobre si tomaba drogas, que yo sepa”.
El otro
le miró aliviado.
“Ya
sabes que hacía mucho que no hacíamos negocios, ¿verdad?”
“No le
contaría a nadie que nos tratábamos contigo, créeme. En esta última frase sí
vomitó todo el desprecio del que fue capaz.
Sin embargo
al camello pareció satisfacerle aquella declaración de intenciones y, con una
sonrisa bastante malintencionada, dio por terminada su conversación.
“Vete a
saber lo que le pasó por la cabeza”, dijo no obstante, antes de meterse en el
servicio de caballeros.
Rubio tardó
unos segundos en reaccionar y, para cuando volvió a la barra, había perdido por
completo las ganas de jarana. Sin decir una palabra a sus amigos, salió del bar
y regresó solo a la residencia.
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