jueves, 15 de noviembre de 2012

XXXIV


Que la noche hubiera salido templada, señal de la inminente primavera, no era la única razón de que el callejón estuviera atestado de gente a aquellas horas intempestivas. Dentro del bar apenas había sitio para un alma más y, entre los que se afanaban por salir de allí sin derramar el alcohol de sus vasos, Miguel Ángel y Romero, que habían encontrado en Rubio un inesperado aliado, se abrían paso tras el gigante entre codazos y empujones más o menos inevitables.

Como si no les hubiera visto, el de derecho les ignoró al alcanzar la calle y ellos tampoco trataron de agradecerle su deferencia. No era inusual cruzar los caminos con algún compañero de residencia en cualquiera de los antros de moda e intercambiar un par de gritos o de gestos (según lo ruidoso del local) de camaradería, pero casi todos preferían dejar al margen sus andanzas nocturnas en compañía de los colegas de la Facultad, de los asuntos domésticos. Tal vez por aquel carácter excepcional, los dos veteranos  habían decidido que sólo tomarían  una copa y que regresarían temprano. Al de medicina se le hacía extraño dejar pasar un Sábado sin salir y, ante el nulo entusiasmo de sus habituales compañías, había aceptado la oferta de Romero, quien parecía animado por un interés repentino del que había carecido durante gran parte de los años que duraba su amistad. Siempre demasiado circunspecto, al futuro psicólogo le soportaban a medias, siempre y cuando se guardara sus opiniones profesionales para sí mismo. Y a él no parecía importarle su constante desinterés (que a veces rayaba el desprecio) como si se supiera en posesión de la razón más absoluta y en el fondo le satisficiera que no fueran capaces ni siquiera de considerarla. No; a Romero era difícil sorprenderle indignado u ofendido pues carecía de la soberbia que a Miguel Ángel le sobraba.

“¿Qué es de Nuria?” Se interesó el psicólogo al volver a notarle incómodo.

El otro se encogió de hombros, aparentando una indiferencia que no sentía. Que su íntima amiga mantuviera las distancias tras haberse él distanciado de Gerardo (o más bien al contrario), le resultaba del todo inaceptable. Aquella misma tarde le había vuelto a dar una excusa para quedarse en casa y no había cruzado más palabras que las imprescindibles. Tal vez tratando de convencerse de que la chica no intentaba evitarle, Miguel Ángel quería creer que la exagerada inquietud que había demostrado en la cafetería de la Facultad la última vez que los tres estuvieron juntos, era aún la causante de su inusitada timidez y su no menos extraña aversión por la jarana.

“¿Y Gerardo?

Por preguntas como aquella, Romero nunca conseguiría sacudirse su fama de cotilla insoportable.

“Tampoco tenía ganas de salir”, respondió simplemente.

“¿Conoces a Charo? La novia de Antonio, esa de farmacia”, preguntó de pronto, animado por un repentino anhelo.

Le recordó esperándola a la salida de la iglesia el día del funeral, con aquella ansiedad extraña que empezaba a tener sentido.

“Los vi juntos alguna noche, por ahí”.

“¿Recuerdas dónde?

“¿Estamos acaso buscándola?”

La coraza de Romero no era tan fuerte y en el intensísimo rubor de sus mejillas, confirmó que había sido demasiado brusco.

“La encontraremos, entonces”, trató de compensar.

“Hemos hablado un par de veces desde que…”

El muchacho se detuvo un poco avergonzado, no tanto por revelar sus sentimientos, sino más bien por admitir su oportunismo.

“No creo que haya salido mucho últimamente”, divagó, “pero me parece que hoy se hacían la foto de la orla”.

Sí, aquello también lo sabía Miguel Ángel; no en vano habían todos asistido estupefactos a la increíble transformación de Lucas, que se había cortado las greñas y afeitado al ras para una ocasión tan señalada.

“Entonces, puede que ande por ahí”, ratificó el de medicina.

“Y no tenemos toda la noche”, añadió antes de apurar el vaso y tirar de la manga de su amigo, que dejó su bebida a medias, posada en el alfeizar de una ventana.

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