Que la
noche hubiera salido templada, señal de la inminente primavera, no era la única
razón de que el callejón estuviera atestado de gente a aquellas horas
intempestivas. Dentro del bar apenas había sitio para un alma más y, entre los
que se afanaban por salir de allí sin derramar el alcohol de sus vasos, Miguel
Ángel y Romero, que habían encontrado en Rubio un inesperado aliado, se abrían
paso tras el gigante entre codazos y empujones más o menos inevitables.
Como si
no les hubiera visto, el de derecho les ignoró al alcanzar la calle y ellos
tampoco trataron de agradecerle su deferencia. No era inusual cruzar los
caminos con algún compañero de residencia en cualquiera de los antros de moda e
intercambiar un par de gritos o de gestos (según lo ruidoso del local) de
camaradería, pero casi todos preferían dejar al margen sus andanzas nocturnas en compañía de los colegas de la Facultad, de los asuntos domésticos. Tal vez
por aquel carácter excepcional, los dos veteranos habían decidido que sólo tomarían una copa y que regresarían temprano. Al de
medicina se le hacía extraño dejar pasar un Sábado sin salir y, ante el nulo entusiasmo
de sus habituales compañías, había aceptado la oferta de Romero, quien parecía
animado por un interés repentino del que había carecido durante gran parte de
los años que duraba su amistad. Siempre demasiado circunspecto, al futuro
psicólogo le soportaban a medias, siempre y cuando se guardara sus opiniones
profesionales para sí mismo. Y a él no parecía importarle su constante
desinterés (que a veces rayaba el desprecio) como si se supiera en posesión de
la razón más absoluta y en el fondo le satisficiera que no fueran capaces ni
siquiera de considerarla. No; a Romero era difícil sorprenderle indignado u
ofendido pues carecía de la soberbia que a Miguel Ángel le sobraba.
“¿Qué
es de Nuria?” Se interesó el psicólogo al volver a notarle incómodo.
El otro
se encogió de hombros, aparentando una indiferencia que no sentía. Que su
íntima amiga mantuviera las distancias tras haberse él distanciado de Gerardo (o
más bien al contrario), le resultaba del todo inaceptable. Aquella misma tarde
le había vuelto a dar una excusa para quedarse en casa y no había cruzado más
palabras que las imprescindibles. Tal vez tratando de convencerse de que la
chica no intentaba evitarle, Miguel Ángel quería creer que la exagerada
inquietud que había demostrado en la cafetería de la Facultad la última vez que
los tres estuvieron juntos, era aún la causante de su inusitada timidez y su no
menos extraña aversión por la jarana.
“¿Y
Gerardo?
Por
preguntas como aquella, Romero nunca conseguiría sacudirse su fama de cotilla
insoportable.
“Tampoco
tenía ganas de salir”, respondió simplemente.
“¿Conoces
a Charo? La novia de Antonio, esa de farmacia”, preguntó de pronto, animado por
un repentino anhelo.
Le
recordó esperándola a la salida de la iglesia el día del funeral, con aquella
ansiedad extraña que empezaba a tener sentido.
“Los vi
juntos alguna noche, por ahí”.
“¿Recuerdas
dónde?
“¿Estamos
acaso buscándola?”
La
coraza de Romero no era tan fuerte y en el intensísimo rubor de sus mejillas,
confirmó que había sido demasiado brusco.
“La
encontraremos, entonces”, trató de compensar.
“Hemos
hablado un par de veces desde que…”
El
muchacho se detuvo un poco avergonzado, no tanto por revelar sus sentimientos,
sino más bien por admitir su oportunismo.
“No
creo que haya salido mucho últimamente”, divagó, “pero me parece que hoy se
hacían la foto de la orla”.
Sí,
aquello también lo sabía Miguel Ángel; no en vano habían todos asistido
estupefactos a la increíble transformación de Lucas, que se había cortado las
greñas y afeitado al ras para una ocasión tan señalada.
“Entonces,
puede que ande por ahí”, ratificó el de medicina.
“Y no
tenemos toda la noche”, añadió antes de apurar el vaso y tirar de la manga de
su amigo, que dejó su bebida a medias, posada en el alfeizar de una ventana.
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