Comenzaron
temprano aquella mañana. Apenas habían cesado los ajetreos propios de la
amanecida y ya se escuchaba por las ventanas abiertas el murmullo impaciente de
los que esperaban ansiosos que empezara la función. Uno a uno todos fueron
llegando y se colocaron de acuerdo a sus distintos rangos; los expertos
veteranos delante con la evidente calma de quien se sabe triunfador, algo detrás
aquellos más torpes que elevaban con sus fallos la indudable capacidad de los
primeros y por último, tratando en vano de ocultar su inmadurez, los jóvenes inexpertos pero osados que acudían cada semana a afilar sus garras en
silencio.
Inició airoso
su exposición como si no le importara el juicio de cuantos le escudriñaban con
aviesas intenciones. Uno a uno sorteó con aplomo los asaltos de la audiencia y
alcanzó sin problemas el descanso merecido. Pero sabía que lo peor estaba aún
por venir. Mediada su réplica primera y, como sus argumentos seguían sin
flaquear, un zorro viejo le torció el camino con las malas artes de su innoble estirpe.
Acusó esta vez el golpe y trató de recuperar el rumbo, guiado de sus jóvenes
colegas. Pero un apetito insaciable inundaba ya las fauces de la audiencia y,
en sus miradas sólo ardía el brillo insano de la envidia.
La mayoría
gruñeron sin más, aguantándose la saña y algunos incluso bajaron la mirada
avergonzados, pero fue uno de sus propios amigos el que propinó el primer
zarpazo en el rostro descompuesto de la presa. Sin tiempo apenas para
comprender, reanudó desorientado su carrera, más parecida ya a una huida que a
la digna defensa con que había comenzado. Azuzados por la sangre y recordando
sus años de juventud, los veteranos se lanzaron entonces tras él y, usando
atajos apenas conocidos, pronto le tuvieron acorralado, jadeando súplicas difíciles
de comprender. Impotente, les observó acercarse horrorizado por la
inmisericorde crueldad que escondían sus palabras de consuelo y sintió en la
frente el aliento corrupto del cazador.
Surgió
de pronto una protesta de entre el grupo que había quedado rezagado. El que
fuera su maestro se habría paso hacia él con el privilegio de su condición y
ante todos defendió la causa de su antiguo pupilo. Pero muchos eran los que habían
odiado a aquel anciano y, aprovechando el momento para unir su rencor y
mostrarlo sin tapujos, se enzarzaron en una vorágine de gritos y gruñidos que
nada tenía ya que ver con la razón primera de aquél cónclave. Todos mostraban
los dientes con la misma osada cobardía, retrocediendo cada vez que algún rival
les plantaba cara pero sintiendo intensificarse su deseo de venganza. Pocos,
solo algunos de los que nunca acertaron a protestar, se retiraron en silencio. Los
demás, incluso los más jóvenes, se acercaron al tumulto con la cautela propia
de su edad apaciguando a medias sus ansias de sangre.
Pronto la
confusión se hizo tal que pudo escabullirse hacia la luz esquivando las
dentelladas que se lanzaban alrededor.
A punto
estuvo de consumar la huida. Creyó tropezar sin más cuando nada le separaba ya
de la salvación pero, al volver el rostro desde el suelo, reconoció la digna
figura de su maestro arrastrándole de vuelta al círculo implacable que le
aguardaba en silencio con las sonrisas conciliadoras disimulando apenas los
colmillos con que le iban a despedazar.
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