domingo, 11 de noviembre de 2012

La jauría


Comenzaron temprano aquella mañana. Apenas habían cesado los ajetreos propios de la amanecida y ya se escuchaba por las ventanas abiertas el murmullo impaciente de los que esperaban ansiosos que empezara la función. Uno a uno todos fueron llegando y se colocaron de acuerdo a sus distintos rangos; los expertos veteranos delante con la evidente calma de quien se sabe triunfador, algo detrás aquellos más torpes que elevaban con sus fallos la indudable capacidad de los primeros y por último, tratando en vano de ocultar su inmadurez, los jóvenes inexpertos pero osados que acudían cada semana a afilar sus garras en silencio.

Inició airoso su exposición como si no le importara el juicio de cuantos le escudriñaban con aviesas intenciones. Uno a uno sorteó con aplomo los asaltos de la audiencia y alcanzó sin problemas el descanso merecido. Pero sabía que lo peor estaba aún por venir. Mediada su réplica primera y, como sus argumentos seguían sin flaquear, un zorro viejo le torció el camino con las malas artes de su innoble estirpe. Acusó esta vez el golpe y trató de recuperar el rumbo, guiado de sus jóvenes colegas. Pero un apetito insaciable inundaba ya las fauces de la audiencia y, en sus miradas sólo ardía el brillo insano de la envidia.

La mayoría gruñeron sin más, aguantándose la saña y algunos incluso bajaron la mirada avergonzados, pero fue uno de sus propios amigos el que propinó el primer zarpazo en el rostro descompuesto de la presa. Sin tiempo apenas para comprender, reanudó desorientado su carrera, más parecida ya a una huida que a la digna defensa con que había comenzado. Azuzados por la sangre y recordando sus años de juventud, los veteranos se lanzaron entonces tras él y, usando atajos apenas conocidos, pronto le tuvieron acorralado, jadeando súplicas difíciles de comprender. Impotente, les observó acercarse horrorizado por la inmisericorde crueldad que escondían sus palabras de consuelo y sintió en la frente el aliento corrupto del cazador.

Surgió de pronto una protesta de entre el grupo que había quedado rezagado. El que fuera su maestro se habría paso hacia él con el privilegio de su condición y ante todos defendió la causa de su antiguo pupilo. Pero muchos eran los que habían odiado a aquel anciano y, aprovechando el momento para unir su rencor y mostrarlo sin tapujos, se enzarzaron en una vorágine de gritos y gruñidos que nada tenía ya que ver con la razón primera de aquél cónclave. Todos mostraban los dientes con la misma osada cobardía, retrocediendo cada vez que algún rival les plantaba cara pero sintiendo intensificarse su deseo de venganza. Pocos, solo algunos de los que nunca acertaron a protestar, se retiraron en silencio. Los demás, incluso los más jóvenes, se acercaron al tumulto con la cautela propia de su edad apaciguando a medias sus ansias de sangre.

Pronto la confusión se hizo tal que pudo escabullirse hacia la luz esquivando las dentelladas que se lanzaban alrededor.

A punto estuvo de consumar la huida. Creyó tropezar sin más cuando nada le separaba ya de la salvación pero, al volver el rostro desde el suelo, reconoció la digna figura de su maestro arrastrándole de vuelta al círculo implacable que le aguardaba en silencio con las sonrisas conciliadoras disimulando apenas los colmillos con que le iban a despedazar.

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