Al
ciego ya le pareció que quien se había sentado frente a él no era trigo limpio
en cuanto percibió una inquietante avidez en la urgencia de su voz grave. Por
no contar el tufillo que emanaba de su persona, tal vez imperceptible para
otros, pero nauseabundo en su sobresaliente olfato.
Le
había pedido permiso para tomar asiento a su mesa, sobre la que aún humeaba un
cortado junto a un platito de churros. Era costumbre del ciego desayunar fuera
de casa desde que tenía que hacerlo solo. Su mujer se le había muerto un montón
de años atrás pero él seguía sin acostumbrarse a los silencios de su casa. El
de la calle era bien distinto; a menudo escandaloso y jovial, pocas veces
tenebroso como el de aquella mañana que presumía aún oscura.
Le
molestó que el extraño supiera de su viudedad. Tomás debía habérselo contado
mientras le ponía un caña. Que si la echaba en falta, le había preguntado con
tan poco tacto que su siguiente comentario ya no le sorprendió en absoluto.
“Sientes
tu casa demasiado grande y vacía”.
Había
oído de inversores sin escrúpulos a la caza de gangas pero nunca creyó que su
pisito cochambroso pudiera interesarle a nadie. Convencido como estaba de no
querer vender, pero curioso por ver en qué paraba el asunto, el ciego apuntó.
“Eso se
arregla con dinero”.
Sintió
a su invitado removerse incómodo en la silla y, como no dijo nada, el ciego
preguntó:
“¿De
cuánto estaríamos hablando?”
“¿Tantas
ganas tienes de quedarte?”
El tono
de su voz se había suavizado y sus ansias parecían menos perentorias.
Al
ciego, poco acostumbrado a charlas de negocio, le pareció también notar un
tinte de inesperada compasión.
“Lo que
tengo es miedo a macharme”, reconoció sincero.
Al extraño
se le partió el alma. Durante siglos provocando el terror de cuantos tuvo que
llevarse, había albergado la esperanza de que fuera su aspecto la causa de su
ignominia. Sin embargo esa mañana aquel hombre viejo y miserable, que hubiera
esperado le siguiera con gusto, se confesaba también asustado, a pesar de su
ceguera.
Abatido,
sin ganas de seguir, el extraño se levantó.
“No le
molesto más”, dijo y se alejó con su eterno olor a muerte.
Interesante relato.Era la muerte?
ResponderEliminarLa muerte misma; compasiva y frustrada.
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