domingo, 20 de mayo de 2012

XVIII


Rubio le abordó a la salida del comedor, después de la cena. Su habitual actitud socarrona que, envuelta en aquel corpachón, a muchos resultaba intimidatoria, había ido tornando en malhumorada desconsideración desde la muerte de Antonio. A sabiendas de que a Miguel Ángel no iban a impresionarle ninguna de las dos fachadas, forzó un gesto medianamente amistoso al proponerle que hablaran de cierto asunto. El de medicina no tuvo que devanarse la cabeza para saber de qué se trataba y no le sorprendió que el otro rechazara reunirse en la cafetería y sugiriera cualquiera de sus cuartos. Miguel Ángel aceptó con escaso entusiasmo y los dos veteranos tiraron a la par pasillo adelante.

“Ya sabrás lo que anduvieron preguntando”, empezó Rubio en cuanto entraron en la habitación.

Asintió el otro sin decir palabra mientras se sentaba en la cama.

“Quieren saber si le preocupaba algo”, continuó.

Desde la silla donde se había sentado, jugueteando con la pluma que había sobre la mesa, le miraba con una intensidad casi amenazadora, como si tratara de averiguar qué le pasaba por la cabeza y de advertirle que lo guardara en secreto.

“Si estaba enfadado con alguien”, añadió, quitándole la tapa a la Montblanc.

“Eso dicen”.

Miguel Ángel se puso en pie y, a un simple gesto, el otro le devolvió la pluma bien cerrada. Se fue entonces hacia la ventana y, mirando al aparcamiento, dijo con desgana:

“Supongo que sólo sus amigos sabríais cómo estaba”.

“Eso nada más lo sabíamos nosotros, sí”, afirmó con un tinte de rabia pero un aplomo que no dejó de sorprender al futuro  médico.

“Pues ya lo explicarás cuando te toque”, replicó, dándole todavía la espalda.

“Y tu, ¿qué les vas a contar?”

Miguel Ángel esbozó una sonrisa de satisfacción que borró de su rostro antes de volverse hacia él.

“¿A qué te refieres?”

“Mira, por mucho rencor que le guardes, nadie tiene por qué saber ciertas cosas”

Reaccionó con un gesto de sorpresa, sujetándose una creciente excitación. Estaba dispuesto a disfrutar por todos los que hubieran merecido asistir a aquello.

“¿No te vale con verle muerto?”, apeló Rubio.

“Si no me importó de vivo”.

“Pues entonces, déjalo estar”.

“Creo que también quieren saber si le echamos de menos”.

“Venga, Míguel”.

Disculpó su exceso de confianza, desconocido hasta la fecha, por lo delicado de la situación. De sobra sabía que a Rubio no le daba el corazón para tanta lealtad. Si estaba tolerando que le humillara no podía ser por salvaguardar la reputación de su amigo muerto, ni mucho menos la del colegio. Tamaña demostración de docilidad le vino a despejar cualquier duda. Lo que, en un descuido, Antonio le había dejado ver hacía unas semanas, resultó ser lo que parecía y, a buen seguro, no era sólo para él. Si la policía se enteraba de aquello no sólo el inmaculado nombre del estudiante modelo iba a verse empañado; los proyectos de otros cuantos, ya bajo el severo escrutinio de sus mecenas y progenitores, podían esfumarse para siempre.

“¿No deberías pedirle a otros que callaran?

Rubio le miró algo confundido y dejó que un gesto de pánico se hiciera evidente en su rostro antes de aclarar:

“No fue a mi a quien torturasteis durante semanas”.

El otro suavizó su tensión al saber que sólo se refería a las novatadas; bastante tenían ya con un posible chivato.

Rubio se levantó de la silla y, recuperando su aspecto de perdonavidas, se fue hacia él hasta quedar a un palmo. Miguel Ángel tuvo que mirar hacia arriba para encontrar su mirada desafiante, pero no retrocedió ni un milímetro.

“¿No lo habrás ido ya contando por ahí?”

Dejaron ambos pasar un puñado de incómodos segundos hasta que el gigante continuó:

“Sólo lo tomó un par de veces”, le disculpó separándose hacia la cama. “No hay necesidad de que disgustemos a su familia... ni a Pablo”, añadió con un uso maquiavélico del plural.

Miguel Ángel comprendió que Rubio tenía razón. Su enemistad con Antonio databa de tiempos mucho más antiguos, aquellos en que su compañero de clase de piano había empezado a dar muestras de una perversa tendencia a la mentira y la traición. Por entonces atesoraba ya un irresistible atractivo para profesores y chiquillería que le convertían en alumno ideal y ansiado amigo. Con los años pudo liberarse de su dañino encanto y sus caminos se apartaron lo suficiente para no saber del otro, hasta que volvieron a cruzarse en los pasillos de aquella residencia. Tras el impacto de su muerte le había ido quedando un regusto de amarga satisfacción por esperada y merecida. Aquel canalla debía haber sentido al fin parte de la culpa que había ido acumulando a lo largo de su vida y la había pagado de la peor manera posible. Rubio estaba en lo cierto; no había necesidad de castigarle más, ni de cargarle a su familia ninguna de sus secretas miserias.

“Ninguna”, admitió.

De no haberse percatado de su valor, hubiera seguido apretando la pluma en sus manos hasta partirla en dos. Tras su efímera ventaja, había dejado que Rubio saliera de su cuarto con la certeza de otra victoria que a él le resultaba tan humillante como todas las anteriores.

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