sábado, 12 de mayo de 2012

XVII


El inspector le invitó a sentarse junto a Pablo y, como los anteriores, el muchacho aceptó la sonrisa nerviosa del director con un ligero gesto de alivio. Se presentó con su nombre de pila y tampoco empleó el apellido del chico por no provocar la misma inicial reacción de pánico que observó en sus dos compañeros. Tal vez por ello Julián había sonado más convincente cuando declaró que desconocía cualquier asunto que pudiera haber perturbado a Antonio en los últimos días de su vida.

Aquella había sido su pregunta inicial, la que le pareció apropiada para romper el hielo sin levantar más sospechas de las necesarias. Los muchachos no tenían porqué saber que le apasionaba el reto de desenmascarar un asesino entre aquel selecto grupo de jóvenes. En su fulgurante y todavía prometedora carrera no se había enfrentado a un caso similar; de aquellos que podrían impulsar su ascenso en el cuerpo. Las pruebas forenses, sugerentes pero inconclusas, bien podrían haber sido ignoradas por alguno de sus colegas, pero para él representaban la esencia misma de aquella vocación alimentada en horas interminables de lecturas veraniegas; el minúsculo cabo al que Holmes, Poirot, Rouletabille y el mismísimo Carvalho se habrían aferrado hasta desvelar el misterio.

La  marca del cinturón cubriendo parcialmente sus huellas y un descuidado levantamiento del cadáver, había arruinado cualquier vestigio claro del homicida. Todos habían dado por hecho que se había quitado la vida a pesar de que Antonio no había dejado nota alguna, ni se había comunicado con sus seres queridos antes del suicidio. Si ni siquiera había faltado a su clase de urbanismo esa misma tarde y había confirmado una cita con uno de sus profesores para el día siguiente. La visita a la facultad de arquitectura había dado sus frutos y, aliviado, recibió permiso de sus superiores para proseguir la investigación. No en vano, se había precipitado un tanto al decidir de motu propio informar al director de los hallazgos de la autopsia y comunicarle que muy pronto habría de visitar su tan digno local.

El inspector volvió a observarle mientras Julián trataba de ordenar sus recuerdos de aquella noche fatídica. Le había parecido buena idea acceder a la petición de Pablo, permitiéndole asistir a las entrevistas (que el cura se empeñaba en denominar interrogatorios) con la condición de que en ningún momento intervendría. Hasta el momento, nada de lo que había escuchado le había resultado interesante pero en los gestos (a veces sorprendidos, otros preocupados) del director, estaba empezando a confirmar la existencia del secreto necesario e inevitable en cualquier intriga criminal. Por supuesto que no le había descartado de su interminable lista de sospechosos, pero las reminiscencias de su educación católica le sugerían que, aún tal vez cobarde y mentiroso, el sacerdote habría sido incapaz de matar a uno de sus pupilos. Él le había conducido hasta el cuarto de Antonio y con gesto desencajado había señalado el cuerpo sin vida del chico, anudado por el cuello a la barra de un pequeño armario empotrado, sus pies colgando apenas un par de centímetros sobre el suelo. Frente a él, un montón de ropa aún en sus perchas, cubría la cama y en el suelo un traje caído y un libro abierto eran los únicos signos de desorden. El cura se había acercado a recogerlos como si le incomodara que una de sus habitaciones no estuviera en perfecto estado, pero el inspector se lo había impedido. Algo más tarde le informaron que el estudiante parecía haberse ahorcado tomando apoyo en aquel grueso volumen de historia del arte, tan viejo y manoseado que no esperaba fuera a revelar demasiada información una vez hubieran cumplido su encargo de examinarlo a fondo. Si, como deseaba creer (en contra de la opinión general, apoyada en el vago informe forense) a Antonio le habían colgado estando ya muerto, el libro habría sido colocado allí deliberadamente con el único fin de despistar cualquier otra pesquisa. Esa habría sido la parte más sencilla, mucho menos complicada que alzar el cadáver y atarlo de la barra; tarea que se antojaba imposible para el muchacho enclenque que tenía frente a él.

“¿Y escuchaste algún ruido fuera de la normal?”, le preguntó como a los otros.

Julián alzó la mirada tratando de recordar.

“No”, replicó casi al instante.

Sus tres vecinos más cercanos negaban, pues, haber oído nada que sugiriera acto violento alguno. Tanto como a Pablo parecía aliviarle, a él este punto empezaba a resultarle incómodo.

“Dormiste bien aquella noche”, afirmó el policía y el chico asintió en silencio.

"¿Y que tal desde entonces?"

Julián le miró extrañado y el gesto de enojo en el rostro del cura confirmó que se había percatado de su estrategia.

“Me refiero a si la muerte de tu amigo te está dando vueltas en la cabeza”.

El inspector se encontró con la misma reacción de culpable pesar, lejana del gesto nervioso de inocencia forzada que aún esperaba provocar en alguno de sus compañeros; aquellos que aguardaban su turno esa tarde a la puerta del despacho o cualquiera de los que habría de conocer en los próximos días.

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