lunes, 19 de marzo de 2012

XI

No había vuelto a entrar en la habitación desde aquella funesta mañana. Ahora estaba solo y el cuarto vacío, pero la angustia descontrolada de Luisa cuando le mostró el espectáculo y la suya propia al acompañar a la policía unos minutos después, eran idénticas a la de aquel día y, aún sin su presencia, el cuerpo inerte del joven seguía causándole una desolación infinita que volvió a inundarle los ojos de lágrimas. 

Los muchachos estaban reunidos en asamblea en el salón de actos. Allí les había convocado para tratar de convencerles de lo que él mismo no lograba creerse; que ni la muerte ni el miedo iban a alterar sus vidas entre aquellas paredes. Llevado de un incomprensible impulso masoquista o como si necesitara imbuirse de la esencia tranquila del joven que había conocido, entró en su cuarto aprovechando la soledad de los pasillos. Tan sólo tenía un par de minutos antes que empezaran a echarle en falta, así que se fue directo a la mesa donde todavía se acumulaban desordenados un montón de papeles y de libros. 

No recordaba haberlo visto así cuando estuvo por última vez, por lo que asumió que la policía había revuelto algo sus cosas antes de permitirles devolvérselas a la familia del chico. Los padres habían sobrellevado la terrible desgracia con una entereza que parecía artificial, “seguramente fruto de los tranquilizantes”, había sugerido el psicólogo que le ayudó a pasar el mal trago de confirmarles la noticia y pedirles paciencia hasta que pudieran llevarse a su hijo con sus pertenencias. Ayer mismo habían hablado por teléfono y les había asegurado que preguntaría  a la policía. Un día después, el auricular le había quemado en las manos cuando, siguiendo el consejo del inspector, decidió no llamarles. “Déjenoslo a nosotros”, le había pedido el policía. “Al muchacho podrán enterrarlo esta semana y, en cuanto hayamos terminado con ellas, se podrán llevar también sus cosas”. Sus cosas; en momentos como aquel, el director recordaba lo efímero y baladí que a veces la vida de uno resultaba. Antonio podía haber sido uno de los estudiantes más populares y acomodados de cuantos había acogido la residencia en sus veinte años de historia, pero, a la fin y a la postre, todo cuanto dejaba cabía entre aquellas cuatro paredes, en un cuarto idéntico al de sus compañeros menos afortunados. Pablo no pudo aguantarse la tentación de volver a compararle con aquellos otros pupilos de los que se avergonzaba en secreto y que hubiera preferido nunca contaran entre los habitantes de tan digno y renombrado colegio. Disimulando la vergüenza de sincero pesar, lamentó que la muerte no se hubiera llevado a otro, alguno de aquellos mezquinos que envidiaban a Antonio y a él le criticaban por favorecer aquello de lo que carecían: camaradería, tolerancia, paciencia y  buen humor. Les imaginó a todos juntos, esperándole en el salón. ¿Cuál de ellos hubiera debido morir? ¿Cuál de ellos sería un asesino?

Tratando de no tocar nada (aún no sabía el uso que la policía haría de todo ello ahora que sospechaban un crimen) intentó dar con aquello que, tal vez, el chico hubiera comenzado esa noche, justo después de hablar con él y tan solo unas horas antes de perder la vida. Pero no halló entre los papeles desordenados trazos distintos de los garabatos tomados al vuelo en interminables horas de clase; vocablos técnicos y gráficos complejos muy distintos a la sencillez y claridad que su otra tarea (aquella que le había recomendado) hubiera requerido. De cualquier modo y, como si aún creyera en el infierno, musitó una oración por el alma del suicida, suplicando que aquel postrer buen propósito sirviera para aliviarle el peso de tan mortal pecado y, acto seguido, se acordó de su hipotético asesino con una maldición impropia de sus votos.

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