sábado, 10 de marzo de 2012

X

Pablo se desplomó en el asiento de su pequeño Volvo. Por más que deseaba escapar de allí, se sentía incapaz de arrancar el motor y conducir el coche por las atestadas calles del centro. Tras un par de minutos con la mirada fija en los dígitos del aparato de música y consciente de la atención que su gesto desencajado iba despertando en los transeúntes que pasaban por la acera, decidió salir él también y tratar de calmar su ansiedad dando un paseo.

Pero aquella mañana, el efecto tantas veces terapéutico de los escaparates, las terrazas y los retazos de conversaciones ante semáforos en rojo, no le sirvió para aliviar la tremenda inquietud que le bloqueaba el pensamiento y le revolvía las entrañas. El inspector había tratado de sonar tranquilizador cuando le comunicó que sólo era una hipótesis sugerida por ciertos datos en el resultado de la autopsia, pero no pudo ocultar un tono demasiado suspicaz al preguntarle por cualquier posible enemistad o rencilla en las que Antonio anduviera enredado.

Pablo no le conocía ninguna tan seria como para…Una nausea le alcanzaba la garganta cada vez que imaginaba lo que el policía había finalmente admitido. Ciertas marcas halladas en el cuello del muchacho podían indicar que había sido atacado. Tan vaga conjetura podía resultar anecdótica y hasta interesante desde su punto de vista profesional, pero para el director suponía la angustia horrorizada de convivir con un asesino.

El inspector se había opuesto a cerrar el colegio; una medida desproporcionada en su opinión, sin motivos claramente fundados y que podía dar al traste con las necesarias pesquisas que el caso requería. No; los estudiantes no tenían porqué padecer los tremendos inconvenientes de verse desalojados de sus habitaciones en medio del curso académico. La policía completaría su trabajo con diligencia y discreción y, por supuesto, velaría por la seguridad de todos y cada uno de los residentes. Pablo había insistido; los muchachos tenían derecho a saber si estaban en peligro y debían conocer la verdad. El problema es que aún no sabían a ciencia cierta lo que había sucedido y tal vez nunca lo supieran si una desbandada general daba al traste con las investigaciones. Casi le había convencido de que, a buen seguro, las sospechas de un crimen eran infundadas y que, aún habiendo un asesino, en nada le convenía causar más daño, sino pasar desapercibido y, tal vez, escapar cuando se sintiera acorralado. Parecía, pues, necesario que Pablo permitiera a la policía  realizar su trabajo con la esperanza de que ninguno de los chicos se sintiera intimidado y que, como se empeñaba en apuntar el inspector, nadie corriera ningún riesgo ni fuera encontrado culpable de la (aún y mientras no se demostrara lo contrario) autoinfligida muerte de Antonio.

Para cuando se hubo recompuesto lo suficiente para regresar, las calles se habían apaciguado en almuerzos y sobremesas. Todavía estaba a tiempo de encontrar abierto el comedor, pero aún con apetito, le hubiera resultado imposible sentarse a la mesa con ninguno de sus pupilos. Prefirió, pues, encerrarse en su despacho no sin antes advertirle a Mariano que subiera a verle en cuanto hubiera terminado de organizar la correspondencia. Mientras llegaba, trató de calcular las palabras justas y adecuadas con que transmitir las instrucciones sin disparar alarmas ni levantar sospechas. Bien conocía al portero y no menos a sí mismo como para recelar de la soltura de sus lenguas (por indiscreta la del empleado y por floja y ansiosa la suya propia). Garabateó cuatro palabras en un papel y se dispuso a una espera tensa, sentado muy digno tras su imponente mesa.

“¿Da su permiso?”

“Pasa, Mariano”

“Cierra la puerta”, añadió al ver que el otro se quedaba en el umbral con aquel aire eternamente cansado.

“He estado con la policía”, mal empezaba, pensó. Pero a Mariano no le sorprendió.

“Ya le hicieron la autopsia”, afirmó con un pasmoso desinterés más falso que el oro de su reloj de pulsera.

Pablo asintió sin mirarle.

“Van a tener que volver a revisar algunas cosillas”.

Un casi imperceptible gesto de satisfacción en el rostro de Mariano le confirmó que se estaba equivocando, pero, incapaz de detenerse, continuó aún con la mirada fija en las palabras inútiles sobre la mesa.

“Todavía no tienen muy claro lo que pasó”.

“Se refiere a las razones para…”

Pablo le miró por fin y, aliviado, replicó:

“De eso se trata, sí”.

“Pues me parece a mí que esas cosas se las lleva uno a la tumba. Por más pena que a mí me dé, y mire que me la da, entiendo que cada cual es libre de decidir cuando se marcha y que habría que respetarle sus disposiciones sin andar indagando en motivos ni en otras zarandajas”.

“Dios me perdone”, añadió al recordar que, aún sin su alzacuello, el director también era sacerdote.

“Tal vez estuviera enfermo”.

“¿Y qué diferencia va a hacer eso ahora?”.

“Podría evitar otras desgracias parecidas”.

Mariano hizo un gesto de duda y tomó asiento en un sofá de cuero marrón que Pablo destinaba a las visitas.

“Un chico joven sólo haría algo así por amor o por miedo”, declaró, tajante, el portero.

Lo último que deseaba era enredarse en porfías metafísicas con su empleado, pero aquel comentario le resultó hiriente, casi ofensivo.

“Yo no le noté asustado”, replicó, resentido.

“A eso me refiero; tampoco yo…”, aquí se detuvo Mariano, asaltado por un recuerdo cercano que le hizo replantearse sus siguientes palabras.

“Salvo el día que le di la carta. No sé de quien sería pero el chaval se puso pálido nada más verla”.

“Y eso, ¿cuándo fue?”.

“Pues de esto hará, que sé yo, un par de meses por lo menos”.

Los dos guardaron silencio durante unos segundos, hasta que el portero añadió:

“Y ahora vaya usted a saber si, por entonces, ya andaba él planeando el asunto”.

Pablo esbozó una mueca de disgusto.

“Déjate de historias y vamos a lo que vamos. Si te he avisado es para que colabores con la policía y eches un ojo a los chicos”.

Pablo tragó saliva al encontrarse con el gesto extrañado del otro.

“¿A alguno en particular?”

Cruzaron una mirada corta y, por una milésima de segundo, supieron ambos a quien se refería. Apartaron los ojos abrasados el uno por la duda, el otro por la culpa y sin decir más, salió el portero, dejando al director sumido en un humor sombrío que le duró el resto del día. 

2 comentarios:

  1. Hola, buenas tardes.
    Resulta una lectura muy fluída la de tu publicación, y, muy intensa.
    Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me alegra que siga gustándote, Aurea. Gracias por contribuir a mantener activo este blog.

      Eliminar