sábado, 24 de marzo de 2012

Indigestión semántica

Supo que algo le había sentado mal en cuanto las tripas empezaron a revolvérsele como sólo años atrás recordaba. Tuvo que sujetarse el estómago disimulando un evidentísimo gas abrirse camino hacia alguna revuelta de sus intestinos y maldijo el café cargado que le había servido de escaso desayuno aquella mañana. Cayó en la cuenta, sin embargo, de que aquel brebaje era, poco más o menos, lo mismo que se metía en el cuerpo cada día, con los ojos aún acostumbrándose a los sucios amaneceres de enero y sospechó que era algo más lo que le estaba torturando de aquella manera.

Miró a su alrededor y se alegró de no haber probado las socorridas galletas y los mejunjes varios que le habían ofrecido al llegar. No; tan nauseabundos como parecían, resultaba improbable que le hubieran hecho enfermar con su sola presencia y aromas. De así haber sido, hubiera esperado que alguno de sus colegas estuviera dando muestras (visuales, sonoras u olfativas) de cuanto él continuaba sufriendo, pero si algo padecían aquellos infelices era una verborrea maligna y contagiosa que parecía no tener remedio. De sus bocas salían toda clase de palabras dañinas repetidas una y mil veces (miedo, imposible, fracaso, peligro, ¡cuidado!), vocablos que juntos o incluso por separado resultaban tan difíciles de digerir como una guindilla o un sable de faquir y que, sin duda, eran responsables de sus retortijones y quebrantos.

Lejos de calmarse, al conocer que eran las palabras el origen de su mal, empezó a notarlas aún más letales, arañando sus entrañas a medida que le recorrían de arriba abajo y creyó que pronto le abrirían en canal y se desparramarían entre sus vísceras para horror de sus compañeros que, ante tal espectáculo, recrudecerían el nivel de su agresivo pesimismo hasta irse destruyendo uno por uno.

Desesperado, cerró la boca, pero siguió tragando los fonemas mortales. Trató de ignorarlos entonces, mas tan largamente aprendidos, resultaba imposible despojarlos de su veneno. Se hubiera tapado los oídos, hubiera gritado para ahogar sus voces, hubiera escapado pero, como un conjuro, escuchó pronunciado su nombre entre las pérfidas palabras y quedó sujeto a su asiento, cobarde, incapaz de protestar, de rebelarse contra aquellos que se decían sus amigos y que habrían de certificar el empacho letal que se le llevó por delante.

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