El espectáculo le produjo una sensación extraña, mezcla de culpa y de satisfacción. De alguna manera, Pablo era responsable de aquella desgracia (casi tanto como él mismo) y, aunque a buen seguro estaría de vuelta en unas pocas horas, la salida escoltada en el coche patrulla ante la mirada atónita de la mayoría de los internos, resultaba merecidísimo y casi suficiente castigo. Su pasiva autoridad, ejercida sin escrúpulos por un grupo de protegidos de manera alegre, abusiva y arbitraria, le convertían en un personaje controvertido que se movía entre la admiración idólatra de sus fieles y el odio ignorado de sus víctimas. Hoy, por fin, unos y otros le veían asumir parte de la culpa y el asombro asustado de algunos contrastaba con el rencor aliviado de muchos y su propio, secreto placer.
Desde la ventana de la habitación observó la parsimonia de los enfermeros regresando a la ambulancia y esta dirigirse despacio hacia la verja por el aparcamiento, junto a la cancha de baloncesto. Parecían poseidos de un desánimo profesional, el mismo que debía asaltarles cada vez que se veían privados de la excitante sensación del ruido y la velocidad mientras se afanaban por salvarle la vida a algún infeliz. Aquel día no le hicieron falta más que a un puñado de compungidos compañeros y a la infortunada señora de la limpieza que encontró su cuerpo ahorcado. Sus habilidades profesionales pronto estuvieron de más y su flamante ambulancia se retiró de forma discreta.
El otro vehículo, aquel que trasladó el cadáver, había marchado mucho antes, camino de algún lugar incierto que se figuró blanco y muy frío. A él le imaginó envuelto en una bolsa de plástico y recordó el gesto asombrado de su cara cuando se vieron por última vez. Ahora estaba bien lejos de allí y, tanto como aquello le complacía, emponzoñaba su alma de una culpa difícil de controlar.
Alguien llamó a la puerta; “¿Gerardo?”
Tuvo que relajar sus manos, crispadas en un gesto que empezaba a obsesionarle, antes de levantarse para abrir.
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