martes, 13 de diciembre de 2011

I

Los portazos desconsiderados de su vecino de pasillo le despertaron casi a las ocho de la mañana. Aún estaba a tiempo de levantarse y llegar a la facultad antes de que comenzaran las clases, pero la idea de aguantar los desvaríos alucinados del catedrático de Farma le resultó más persuasiva que la niebla helada que intuyó envolviendo la residencia, el cementerio y cuanto se esparcía por aquellos arrabales. La persiana, al alzarse, le reveló sin embargo, un cielo azul limpísimo que le animó a no retrasar más aún sus quehaceres de estudiante veterano y casi ejemplar. Apuró el desayuno hasta el último minuto mientras las limpiadoras terminaban de retirar los restos de los de sus compañeros. La soledad que encontró en los pasillos, de vuelta a su cuarto, le inculcó un sentimiento de culpa y le apremió a preparar su carpeta, ponerse el abrigo y correr escaleras abajo. Al pasar por recepción, Mariano levantó la vista del periódico y le dedicó un gesto amistoso que él correspondió con media sonrisa. Nunca le había gustado aquel personaje rastrero y adulador, hombre para todo al servicio de Pablo, el cura y director del colegio mayor.

Le llevó apenas un cuarto de hora recorrer el escaso quilómetro que separaba su hogar provisional del lugar donde había estudiado durante los últimos cinco años. El edificio nuevo había sido inaugurado unos meses antes, pero algunas de las clases aún se impartían en el decrépito cajón banco, una mole cuadrangular al pie de un talud tras el inmenso hospital viejo. Las escaleras que le condujeron a su pequeño recinto (un lamentable erial que se convertía en barrizal en cuanto caían cuatro gotas) aún brillaban de hielo, así que extremó la prudencia a sabiendas de que un resbalón o un traspiés no iban a pasar desapercibidos a los desocupados alumnos que le miraban desde las aulas por las ventanas traseras del edificio blanco.

Entretuvo su espera en el vestíbulo repasando las listas que aún colgaban del tablón para escarnio de los que no habían pasado el parcial de “Gine”. Por supuesto, su nombre lucía en la de aprobados, como siempre (que daba gusto verlo compartiendo puestos de honor con otras cuantas lumbreras de su promoción).

“¡Miguel Ángel!”.

Nuria le puso voz a sus propios pensamientos

“¿Otra vez tarde?”, la reprendió en broma.

“Mira quien fue a hablar”.

“Yo ya llevo aquí un rato”.

“Claro”.

La chica se desató la bufanda, la guardó en su bolso y se sentó en un banco de madera al pie del tablón que su amigo volvió a mirar con exagerado interés.

“Como si no te hubieras visto ya”

El muchacho asintió con media sonrisa y se sentó a su lado. Guardaron silencio unos instantes hasta que Nuria preguntó:

“¿Qúe le pasa a Gerardo?”

Miguel Angel alzó los hombros intentando aparentar desinterés.

“Vete tú a saber”.

“Bueno, tu vives con él”.

“Compartimos comedor y sala de televisión”.

“Y profesores y apuntes…”, se detuvo y le tanteó con una mirada cauta, antes de seguir “…y amigos”.

El otro levantó las cejas y exhaló un suspiro corto de hartazgo.

“Cuando entremos, se lo preguntas”.

“No me puedo creer que no os dirijáis la palabra”. La chica parecía más curiosa que preocupada. “Si érais uña y carne”.

“Serás…”.

El chico sustituyó el calificativo con un elocuente gesto de su puño cerrado, que Nuria aceptó entusiasmada. Era consciente de que la mención de aquel pelmazo, a quien Miguel Ángel había tomado bajo su tutela desde que llegó el curso anterior, era la manera más rápida y efectiva de sacarle de sus casillas. Protegida, como se sabía, por la peculiar amistad que les unía, le hubiera gustado insistir en la burla, pero a la estridente llamada de un timbre de campana, se abrieron las puertas de las aulas y, en cuestión de segundos, el vestíbulo se vio atestado de estudiantes ansiosos por un cigarrillo, algo de aire fresco o una visita al servicio.

Esperaron a que el catedrático abandonara la clase para abrirse paso al interior. Desde los bancos de la tercera fila les saludaron, efusivas, las amigas de Nuria; los de Miguel Ángel estaban desperdigados por las alturas más recogidas y privadas y Gerardo, en tierra de nadie, se afanaba por aparentar que estaba ocupado, guardando un silencio embarazoso entre grupos de compañeros que le ignoraban por completo. Sintió sobre él su mirada tímida mientras ascendía por las escaleras laterales. Estuvo tentado de ignorarle y unirse a Nacho en la última fila, pero sabía que no podría evitarle de vuelta a la residencia y prefirió enfrentarse a su presencia depresiva con un lacónico saludo que el otro apenas devolvió. Sin tiempo ni ganas para entablar conversación, Miguel Ángel se entretuvo preparando sus apuntes hasta que la segunda clase hubo empezado.

A pesar de las burlas de Nuria, le seguía doliendo verle así, hosco y retraído, pero a la vez implorante y necesitado. Su amiga tenía razón: a Gerardo le pasaba algo. Ni siquiera en sus peores momentos su ánimo había alcanzado cotas tan bajas, ni su carácter había resultado tan difícil de soportar. La desbandada general del resto de sus conocidos, que hasta el momento le habían tolerado por venir de su parte, demostraba bien a las claras la escasa popularidad de su compañero de residencia. Nadie parecía dispuesto a ayudarle, ni siquiera a interesarse por él y su obstinada fidelidad podría tal vez granjearle también a él la antipatía de los que hasta entonces seguían siendo sus amigos. Por eso debía de ser cauto, por eso había ido evitando su pasiva presencia durante las últimas semanas, por eso mismo no le animó a acompañarles a la cafetería tras el parón del mediodía y sólo a la hora de regresar le aceptó a su vera de camino al colegio, junto a los Vicente y a Carlos, el novato de primero, que tuvo que aguantar alguna de las bromas pesadas de Luis ante el beneplácito de su hermano mayor y la pasividad de los otros dos.

Al doblar en la calle de la estación se incorporaron al ajetreo propio de la ciudad a aquellas horas de la tarde (críos alborotados recién salidos del cole, camiones y motos de reparto, conductores malhumorados,…). Cuando escucharon el estrépito de las sirenas no muy lejano, ninguno imaginó que encontrarían una ambulancia a la entrada de la residencia y a Pablo, lívido como la cera, acompañando en su coche a un par de policías.

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