Hoy he estado muy cansado; tanto, que hasta escribir estas lineas me resulta un esfuerzo. Y todo por acostarme a las tantas para ver en que paraba una película de la tele que empezó entretenida y acabó tediosa como muchas otras. He de confesar que, siendo adicto al cine y tras incontables horas frente a pantallas de distintos tamaños, he ido adquiriendo cierto sentido crítico algo intransigente. Eso, o que me estoy haciendo viejo; pues historias que antes toleraba sin rechistar, ahora me causan cierto sonrojo incluso si las veo acompañado de mis hijos.
Hace tiempo ya que no entro en una sala de cine a ciegas con la esperanza de ser sorprendido por una buena historia y, ni el pico estrellado de la Paramount ni la rejuvenecida diosa de Columbia, me causan algo más que un sentimiento nostálgico de otros tiempos. Aquellos en los que mi compañero de pupitre podía cautivarnos durante un trimestre entero con su más que sobada y, a todas luces personalísima versión de "La guerra de las galaxias" (ser de los pocos privilegiados que pudo verla en su estreno, le permitía ciertas licencias).
Por aquel entonces ir al único cine de la ciudad resultaba un lujo reservado para ocasiones especiales; casi siempre en año nuevo, cuando mi tía soltera iba a ver la reposición de Ben-Hur rodeada de chiquillos que casi abarrotábamos el gallinero o por las fiestas del colegio (cada Mayo) para la tradicional "Una tarde en el circo" de los Marx, bajo la tutela desganada de profesores y sacerdotes.
Cuando, algunos años más tarde, pude al fin disponer de mi paga semanal y costearme algún capricho, la entrada de papel rosa al Tomás Luis de Victoria se convirtió en un asunto prioritario. No siempre acompañado, me convertí en asiduo espectador de estrenos y consumidor de Primeras Sesiones, Sabados Cines, y ciclos del UHF los miércoles por la noche. ¡Cuánta película en tan poca sala y tan pocas cadenas! Cine negro, musicales, dramones de moco tendido, cine de indios, de vaqueros y de espadachines varios (que, blandiendo una espada, valía tanto un romano como un pirata, un mosquetero, un caballero del rey Arturo o el mismísimo Zorro); cine de amor, de risa, de miedo; cine de dibujos, de niños y de un rombo (el de dos aún tardaría en llegar). Sueños variadísimos que pronto empezaron a influir en cuanto escribiría después.
Hoy, con el tiempo justo y la agenda llena, apenas encuentro oportunidad de ver una buena película y a medias me conformo con pedazitos memorables subidos en “youtube”; canciones inolvidables como el brindis a la vida de “El violinista en el tejado”, el éxtasis empapado de Gene Kelly en "Cantando bajo la lluvia" o la insistencia remolona de Audrey Hepburn por seguir bailando en “My Fair Lady”; fragmentos escalofríantes como el crío recorriendo con su triciclo pasillos eternos de un hotel desierto en “El resplandor”, la pelota que regresa de las sombras rebotando en cada peldaño en “Al final de la escalera” o el conejo gigante sentado en el cine junto a “Donnie Darko”; y finales de todo tipo: reveladores como el de “Ciudadano Kane”, inesperados como el de “Sospechosos habituales”, desoladores como el de “El Planeta de los Simios”, esperanzadores como el de “El ladrón de bicicletas” o liberadores y perfecto como ninguno otro (final de finales, también para estas lineas) de “Cinema paradiso”.
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