Empecé a intuirlo hace unas semanas cuando, como todos los años, me encontré calculando la más creíble y novedosa excusa con que poder eludir la cena de empresa que mis compañeros (especialmente aquellos que saben que no iré) no dejan de recordarme. Muy poco después, mis sospechas se vieron confirmadas con la presencia casi inevitable y aterradora de mastodónticos codillos a medio hacer, trinchados sin ningún pudor en pleno horario infantil justo después de la hora de la cena. A pesar de todo en este país nunca cae el gordo y, como lo de los juguetes y las colonias se estila menos y a los turrones no los conocen, me temo que este año también me veré privado de placeres tan personales (mas compartidos) como el “vuelveeee a casa vueeelve” o el anuncio de la Lotería.
Es navidad allá donde vayas, no pretendas esconderte o ignorarlo, pues todo alrededor va a sonar y a parecerse a lo que nos llevan vendiendo durante años, desde que los centros comerciales se adueñaron de estos últimos días de diciembre. El arte de regalar ha dejado de ser un placer para convertirse en una complicada y engorrosa obligación y, cada vez que pienso en los pobres Reyes Magos, se me encoge el alma de vergüenza y de culpabilidad, pues usurpado su papel, lo hemos vanalizado hasta hacerlo irreversiblemente mundano.
Aún recuerdo la exposición de juguetes de la calle Estrada que visitabamos a diario a la salida del cole. Por aquel entonces ya empezábamos a identificarnos con esta parte de las Pascuas y entre peladillas, belenes y uvas sobrevivíamos con la incertidumbre y la ansiedad de lo que nos depararía la noche del cinco de Enero. Ahora que lo pienso, ¡qué alegría daba ver el cuarto lleno de cajas de juguetes! (cuanto más grandes mejor) y qué disgusto el año que los Reyes llegaban menos ostentosos. La tarde del seis era momento, no siempre agradable, de comparar regalos, confrontar pecadores (obviamente a tiempo redimidos y recompensados) y asumir castigos por culpas irreales. ¡Injusta navidad la que premiaba más a unos que a otros, ignorando méritos y faltas!
Con el tiempo y descubiertas las limitaciones de los Magos, los presentes se fueron haciendo pasado y para el futuro me cargaron la responsabilidad de mantener vivo el espíritu festivo de unas fechas que empezaban a repetirse demasiado rápido y se marchaban sin dejarme huella. Fue así inevitable que pronto sucumbiera a la tentación de justificarme regalando y recibiendo, como había aprendido. Y si algún año el obsequio resultaba escaso, volvía aquella antigua sensación de fracaso, casi de culpa, que deja un regusto triste difícil de sacudirse en la cuesta de enero. Decepción innecesaria que hace mucho decidí no permitirme ni imponerle a nadie nunca más.
Bendita pues la fiesta de las compras y las alegrías aunque sean efímeras; que las penas y las culpas queden para nunca o para otros. Es Navidad, pasen y vean.
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