martes, 27 de diciembre de 2011

III

Caras largas, tintineo de cubiertos sobre un silencio sepulcral y comida casi sin tocar fueron fiel reflejo del ánimo apesadumbrado y temeroso con que se sentaron a cenar aquella noche. Por entonces todos conocían ya la noticia del suicidio y, aunque unos pocos sabían de algún detalle escabroso, los chismorreos privados sólo empezaron un par de horas después en la intimidad de cuartos atestados de compañeros desolados, invadidos de morbosa curiosidad.

“Le encontraron con un rigor mortis de libro”.

Su hermano Luis escuchaba con un gesto de admiración mientras Miguel Ángel procuraba no entrar al trapo de los comentarios académicos de Roberto. En mala hora, pensó, les había dejado entrar en la habitación. Después ya no pudo impedir que Díaz y Romero se apretaran junto a los Vicente ocupando todo el largo de su cama y que Julián se sentara en la mesa, justo al lado de la silla que había logrado reservar para sí.

“Si con el impulso se rompió las cervicales y la médula…”, insistió el mayor de los hermanos.

Pero aquello empezaba a herir sensibilidades ajenas al anatómico conocimiento de los tres estudiantes de medicina y Romero trató de desviar la conversación hacia detalles no menos interesantes.

“Creo que no andaba bien con su novia”. “Esa de farmacia”, añadió ante el general gesto de extrañeza. “No llevaban mucho pero claro que salían y para mí que estaban más que liados”.

“Ya se quien dices”, cayó en la cuenta Luis.

Y si todos menos Miguel Ángel celebraron su gesto obsceno tan sólo con un moderado entusiasmo, fue por respeto a su compañero que aún estaba, como quien dice, de cuerpo presente.

“¿Tú crees que por eso…?”

Diaz se quedó a medias por no pronunciar aquellas palabras que le seguían pareciendo completamente irreales. Todos supieron a qué se refería y, cuando Miguel Ángel respondió  que a él no le había parecido encontrarle triste o nervioso últimamente, los demás asintieron en silencio, reflexivos, como si por un momento cada uno hiciera cuenta de los postreros contactos que tuvieron con el difunto.

“Si murió de asfixia, sin embargo…”, reincidió Roberto al cabo de un rato.

Julián ya no pudo tolerarlo y, mascullando una rápida disculpa que disimuló una arcada de asco y ansiedad, salió al pasillo y tiró para su cuarto como alma que lleva el diablo.

“He oído que Pablo pretendía  mandarnos a todos a casa este fin de semana”, apuntó Luis.

“Yo he hablado con mi madre y quería que fuera hoy mismo”.

La morriña de Díaz era tan notoria en todo el colegio que, al oir aquello, les sorprendió que no se hubiera marchado ya.

“Pues nosotros nos quedamos”, confirmaron casi al unísono los hermanos Vicente.

“¿Tendrá que volver la policía?”

Romero sonó muy ansioso al preguntar, como si la posibilidad le incomodara sobremanera. Cierto era que Antonio se había quitado la vida sólo tres puertas más allá de su habitación y que no resultaría grato que volvieran a recordárselo, pero si a alguien podia incomodarle verdaderamente aquello era a Gerardo, quien hasta aquella noche había dormido pared con pared en el cuarto contiguo.

“¿Para qué?”, preguntó Luis. “A este ni le harán autopsia”.

“A mi me parece que sí”.

¿Que vendrán?, inquirió Romero aún más nervioso.

“No”, explicó Roberto, “que le tendrán que abrir en canal como a todo el que muere de forma violenta”.

Tan gráfico comentario fue suficiente para dar por terminado el cónclave. Como si todos hubieran aceptado la inconveniencia de seguir explorando el asunto, Miguel Ángel sólo tuvo que levantarse de la silla para que los otros se pusieran también de pie y, casi sin mediar palabra, salieran todos juntos de vuelta a sus habitaciones.

Al cerrar la puerta y sentirse en soledad, el veterano pudo liberar el tremendo desasosiego que la falta de aquel miserable le estaba provocando.

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