domingo, 8 de enero de 2012

IV

En la reunión urgente que a media noche anunció Mariano por megafonía, Pablo les confirmó la trágica noticia sin soltar un solo detalle más y, a la vista de la poca disposición general de seguir su consejo de que adelantaran el fin de semana y marcharan para sus casas, les pidió total discrección cuando al día siguiente trataran el tema con sus compañeros de facultad.

Unas horas después, el revuelo que perturbó las (por otra parte siempre prestas al jolgorio y al escándalo) aulas universitarias, no defraudó lo más mínimo a los afligidos y efímeros protagonistas. Para muchos iba a ser la primera y tal vez única oportunidad de convertirse en el centro de atención y cada uno aprovechó como pudo aquel momento de gloria.

Díaz, que hasta el último instante había considerado la posibilidad de marchar con su madre, se alegró infinito de haberse quedado pues, nada más entrar en la facultad de periodismo, fue abordado por una multitud de aplicados colegas que le acribillaron a preguntas cual si de un desvalido famosillo de tres al cuarto se tratara. No tuvo reparo en ignorar a sus habituales compañeros de asiento y, con un magnetismo que reconoció irresistible pero irremediablemente fugaz, arrastró a Marga y un par de sus amigas a un rincón mas tranquilo, sin poder evitar que un grupito de curiosos les siguiera aún los pasos a una distancia prudencial.

“¿Oye…”, titubeó la muchacha, “…es verdad lo que dicen que ha pasado en tu residencia?

Diaz supo disculparle su falta de tacto y de memoria. Durante meses había mendigado una mirada de aquellos ojazos verdes y de sus labios carnosos una palabra dedicada (cualquiera). Que no recordara su nombre le resultó, pues, dolorosamente sublime; un desliz sin importancia que ya habría tiempo de subsanar.

“Pues sí”, declaró con un gesto solemne que las otras toleraron por los pelos.

“No es que yo sepa mucho”, se sinceró y, al comprobar el catastrófico efecto de aquella confesión, añadió casi de inmediato:

“Pero le encontraron ahorcado por la médula con mucho rigor y se le llevaron para una autopsia”.

Julián hubo de compartir protagonismo con Lucas. Los dos futuros artistas encontraron un abanico de sensaciones enriqueciendo la curiosidad de sus camaradas y se explayaron a gusto en debates sobre los motivos de tan dramático final (absurdo y futil para muchos y modélicamente romántico para otros tantos). Algunos de los allí presentes se atrevieron incluso a alabar las agallas del suicida y para cuando los convecinos del infortunado trataron de recuperar la atención de su público, comprobaron que allí ya estaban de más.

Por mucho que lo intentó, Romero no pudo ni siquiera hacerle sombra y sus fidedignos comentarios, torpemente intercalados en la perorata de la muchacha, no alteraron lo más mínimo el devenir de los malsanos chismorreos. Su condición de vecino no era nada comparada con la íntima amistad que la unía a la novia de la víctima. Que a todos preocupara mucho más el estado de la joven doliente que los asuntos del muerto, hubiera resultado edificante si no fuera porque el interés que la muchacha en cuestión suscitaba derivaba de su posible implicación en los motivos de su novio para quitarse la vida y el más que seguro sentimiento de culpabilidad que debía estarle corroyendo en aquellos momentos. Miriam no había podido disimular cierta satisfacción al revelar que Charo estaba pensando dejarle de todas maneras (aquello sonó pretencioso incluso en tercera persona) como si ella misma hubiera tenido que ver con aquella pretendida ruptura. “No es que no le quisiera”, se apresuró a aclarar, pero parecía que Antonio le ocultaba demasiados secretos. Con sincero pesar, Miriam tuvo que admitir que no estaba al tanto de aquellos asuntos, pero sí pudo confirmar que la última vez que les vio juntos, la única que parecía estar triste era su amiga Charo. Romero se la imaginó bella y perfecta, llorando la traición de un amor que ya no estaba y la recordó cuando hacía apenas una semana se cruzó con ella a la salida de la residencia. Llevaba un gesto preocupado y apenas se percató de que la miraba al musitar él un tímido saludo. Tal vez ya anduviera por entonces dándole vueltas a los pesares que Miriam había pregonado y hubiera decidido que no volvería a verle jamás. Quizás así habría sido, quizás hubiera incluso presentido que sucedería de una forma mucho más dramática.

Romero era un estudiante mediocre que nunca había en verdad deseado ir a la Universidad. Había escogido psicología porque desde siempre se creyó en posesión de un don especial para entender a los demás. La edad y la experiencia le habían ido demostrando que estaba equivocado pero, cuando aquella tarde Miriam se le llevó aparte y en un tono demasiado confidencial le pidió que no le contara nada de nada, supo a ciencia cierta que en realidad le estaba suplicando que lo hiciera. Fue rumiando sus dudas de camino al colegio y, tras dejar sus cosas en el cuarto, bajó a la cafetería con la esperanza de decidir lo que habría de hacer cuando se le encontrara cara a cara.

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