sábado, 28 de enero de 2012

VI

El ajetreo de aquel viernes no fue mucho mayor que el de cualquier otro. La población universitaria había asimilado con bendita naturalidad la luctuosa noticia que ya ocupaba un lugar de privilegio en el inagotable catálogo de anécdotas, casualidades, leyendas y desgracias en que tan versados estaban los estudiantes. Poco, pues, volvió a oírse del suicida o de sus motivos, entre los muros más o menos venerables de las facultades y todo el alboroto de las últimas horas de clase fue por las habituales prisas de los que habían de subirse a un tren o un autobús para pasar el fin de semana en casa.

Hasta hacía tan solo un par de meses, Gerardo había sido de aquellos que escapaban cada viernes, horrorizado por lo que podría ser la vida estudiantil sin clases a las que asistir ni razones para madrugar. La inesperada amistad de Miguel Ángel había sido, en buena medida, el motivo por el que se quedó aquella primera vez. Le había tentado con un par de entradas para un concierto de música celta que, a la postre, resultó su primer y sutil contacto con la, hasta entonces, intimidatoria noche universitaria. Descubrió entonces que no era tan perniciosa  como había imaginado y que, aún sintiéndose extraño y fuera de lugar, podía pasar por uno de aquellos que mantenían despierta la ciudad, atestando los bares y las calles del centro.  Cierto era que Miguel Ángel no acostumbraba a apurar madrugadas hasta el alba y que siempre le había garantizado una retirada digna y casi segura (según las copas que llevara encima) en su Fiat Uno.

Aquel viernes regresaron antes de lo habitual. Nuria aún les acompañaba en el coche, pero hacía rato que guardaba silencio, como si el alcohol (al que a veces parecía inmune) hubiera al fin alcanzado los arrabales de su sistema neuronal. Iba sentada adelante, junto a Miguel Ángel, perfilando un gesto de agotamiento muy parecido al suyo, pero halló las fuerzas necesarias para animar su ingenio y forzar una última broma antes de salir del coche y entrar en el portal de su casa. Gerardo acertó a emitir una risita de compromiso y el otro apenas hizo un gesto de desdén con la mano, antes de posarla otra vez en la bola de la palanca de cambios.

En silencio atravesaron la ciudad por avenidas desiertas bajo líneas blancas de farolas, salpicadas de discos verdes y rojos en cruces solitarios, hasta alcanzar el lúgubre solar donde se alzaba la residencia.  Unas pocas ventanas seguían aún iluminadas. Desde una de ellas, avisado por el ruido de la verja automática al cerrarse tras dejarles paso, Pablo les observó mientras aparcaban. El gesto severo del director volvió a removerle la conciencia. Miguel Ángel se lo notó y, antes de que saliera del coche, le advirtió de buena fe:

“No dejes que te hagan creer que tienes culpa de algo”.

Gerardo asintió sin decir nada y cruzó el aparcamiento hasta el portal, evitando la mirada que aún sentía fija en su cabeza. Sabía que a Pablo no le había gustado que salieran aquella noche y que otros muchos andarían criticando su aparente indiferencia. Él mismo había intentado disuadir a su amigo con al argumento de que estaría mal visto, pero Miguel Ángel había insistido obstinado, como si a toda costa quisiera demostrar que a él el asunto no iba a alterarle lo más mínimo sus rutinas y sus planes.

“¿Crees que hemos hecho bien?”, preguntó en un susurro mientras atravesaban el vestíbulo en penumbra.

El escaso entusiasmo que había mostrado durante la noche y su prematura retirada le hicieron pensar que, en el fondo, su amigo compartía algo de su desazón, pero todo lo que recibió fue un suspiro de impaciencia que le dolió en su orgullo hasta hacerle enfurecer. Apretó los dientes por no replicar aunque supo que no se atrevería a abrir la boca y dejó que Miguel Ángel subiera un par de escalones por delante. Aún parecía creer que podía ningunearle y manejarle a su antojo; como si no haberle humillado como el resto y dirigirle la palabra fuera suficiente para hacerle distinto a los demás. Por un instante recuperó las sospechas que había alimentado durante las primeras semanas y el mismo rencor aprensivo volvió a enturbiarle el espíritu.

“Mira, a lo mejor a ti te caía bien, pero a mi no me da ninguna pena, por muy muerto que esté”.

Le espetó aquello de forma tan repentina que Gerardo se quedó parado en la escalera sujetándose a la barandilla, incluso cuando el otro volvió a darle la espalda subiendo con ímpetu renovado y no le habría alcanzado si no le hubiera esperado al llegar al descansillo del primer piso.

“¿Hubieras preferido quedarte? ¿Para qué?”, añadió de inmediato a sabiendas de que iba a ser incapaz de darle una respuesta.

“¿No ves que no ganamos nada con lamentarnos? Y responsabilidades ajenas yo no acepto ni media. Que aquí parece que sólo somos iguales para compartir miserias.”

Había musitado sus palabras, consciente de la aparente quietud de las sombras que les rodeaban, pero su amigo pudo percibir una inusitada vehemencia en el tono de su voz, de habitual comedido y sereno.

“Y a ti, ¿qué te pasa últimamente?”, siguió Miguel Ángel, deslizando un susurro etílico en su oído.

Si no se hubiera apartado de inmediato y tirado pasillo adelante hacia su habitación, tal vez ni siquiera lo tenebroso de la noche hubiera podido evitar que se percatara del tremendo rubor que asaltó a Gerardo antes que diera media vuelta y se lanzara escaleras arriba hacia el refugio de sus sábanas.

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