Si al menos hubiera sentido su presencia sólo un instante después, habría alcanzado el refugio del sueño tranquilo y dormiría ahora entre las mismas sábanas que empapaba el sudor frío de su cuerpo.
La tarde había sido gris como la mañana, pero sólo empezó a llover cuando el negro de la noche se adueñó de las sombras del jardín. Casi le había sorprendido allí, entre los rosales; el frío contacto de las gotas finas, delicadas como hojas desprendidas de los árboles. Aseguró por dentro las ventanas, temeroso de la furia que podría desatar una tormenta, pero apenas arreció algo más la lluvia y quedó serena, casi flotando, confiriendo a la noche un aspecto lúgubre pero tranquilo, silencioso como de muerte.
Tomó su cena escasa en la cocina por no llevarla hasta el salón que aquella noche, con la casa vacía y apagado el fuego del hogar, no invitaba a nada más que no fuera un rápido vistazo a las cartas que quedaron sin abrir esa mañana. Recorrió la distancia del estrecho corredor con la misma inquietud de cada noche desde que la lámpara fundió su última bombilla y con el mismo alivio recibió la luz de la entrada cuando, tras varios tanteos fallidos, acertó con el interruptor.
Pasó ante la puerta principal, con sus cristales opacos iluminados por el brillo pálido de la lluvia en las farolas y entró en el salón buscando el refugio de sus cómodos sillones entre las estanterías repletas de libros. Pero no halló el sosiego que buscaba; lo encontró todo extrañamente frío y oscuro, tanto que empezó a temblar, primero suavemente, con una casi agradable sensación de abandono, pero luego más violento, como si la causa misma de tal desazón le fuera poseyendo desde dentro, inexorable.
Un niño lloró afuera, en la calle. Sólo un instante, luego calló y regresó el silencio. Dejó de temblar, sus manos heladas se posaron en la mesa reposando el peso de su cuerpo. Nunca imaginó que tan sólo una ausencia pudiera despojar de su calor a todo cuanto le rodeaba. “Llenaría mi casa de fantasmas”, sonrió nervioso mientras recitaba, “por evitar esta soledad”.
Salió del salón. En la puerta, los cristales detuvieron una sombra. La escalera crujió más que nunca a cada paso como si alguien más ascendiera lentamente hacia su cuarto.
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