Vio su nombre escrito en el corte de un libro; cinco letras absurdas que le sonaron a burla cuando lo susurró con desprecio al silencio de la noche. Ni siquiera recordaba ya el momento en que lo escribió; la firma infantil de trazo claro y orgulloso, en otro tiempo aval de su esperanza, se escondía ahora entre papeles viejos, sombras de flexo y polvo olvidado de mesa de estudio.
Volvió a leerlo, esta vez en voz alta, como un reclamo. Ojala alguien respondiera por él y descubriera ser otra persona ajena a su deshonra. Se convertiría entonces en un extraño ojeando sin más la basura humilde de un loco, podría reírse a carcajadas leyendo sus poemas de amor, arrojarlos a la hoguera sin miedo a perder la identidad.
Pero no hubo más respuesta que el silencio de la casa vacía y, en el libro, el mismo nombre extraño y doloroso. Lo tomó en las manos y al abrirlo y dejar correr las páginas bajo el pulgar, las letras se desintegraron en puntos de tinta infinitos, perdidos en el filo de cientos de hojas.
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