“Alguien debería decírselo”, murmuraban desde hacía tiempo sus amigos, conocidos y allegados varios; por caridad, si no por amistad, compromiso o agradecimiento. Verle de aquella manera tan distraído, escucharle desbarrar e ignorarles por sistema les incomodaba de tal forma que muchos empezaron a reprocharle en secreto que les estuviera haciendo pasar por tamaña tortura.
“A ti te pasa algo”, se habían aventurado los más ofendidos, aquellos a quienes, no alcanzando a entender, les consumían la curiosidad y la duda. Pero como el otro se limitaba a declarar que era feliz sin desvelar la causa y a instigarles deseos de serlo ellos mismos, le dejaron por imposible, maldiciendo unos su falsedad y la mayoría su egoísmo.
“Tú estás malo”, le alertaron, bien intencionados, sus familiares pero no llegaron a creerle cuando les dijo que nunca antes se había encontrado mejor. “Parece grave” pronosticaron los médicos que le examinaron antes de declarar su cordura a regañadientes.
“¿A quien le ha robado?”, “¿de qué pobre incauto se aprovecha?”, le señalaron acusadores los representantes de la justicia, incapaces de cargarle culpa alguna.
Así continuaron haciéndose cruces y preguntas miles sin acertar a comprender que en verdad nada pasaba, o que pasaba todo lo que tenía que pasar. El hombre siguió prosperando ante los ojos atónitos de sus vecinos y un buen día un joven que se le acercó le preguntó al fin: “¿cómo haces para parecer tan dichoso?
“Me dejo serlo” contestó el hombre. Y en tan simple respuesta reconoció el joven la inevitable felicidad que sin ninguna excusa habría de disfrutar durante el resto de sus días.
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