El foco se movió unos centímetros a la derecha, muy despacio, como invitándole a seguirle sobre el escenario y él así lo hizo.
Sus primeros pasos fueron torpes y medidos por no perder el centro del círculo de luz, pero muy pronto pudo relajar sus movimientos al comprobar que era el halo el que había empezado a seguirle. Aprovechando el silencio irreal del teatro y, asumiendo el masivo desinterés que despertaba, se deslizó sobre la superficie de madera pulida, entre sombras que se apartaban a su paso con cierta reticencia, como si le consideraran un intruso. Tan negra era la oscuridad, más allá de su burbuja de luz, que pronto perdió la noción del espacio alrededor y ya no supo discernir si estaba de cara al público o si les daba la espalda. Para su sorpresa, el vértigo que aquello le produjo fue una de las sensaciones más intensas y adictivas que había experimentado.
A partir de ese momento sería capaz de hablar y de moverse a su antojo sin preocuparse de su apariencia o sus palabras. Aquel era su territorio, su soledad; e iba a explorarlos hasta alcanzar cualquier límite físico o emocional. Entre tanto, disfrutaría del inquietante aislamiento multitudinario y de la frágil oscuridad, amenazada por infinidad de focos apagados sobre su cabeza.
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