No hay nada como un coro de Cosacos del Volga, cantando en la radio del coche para despertarle a uno sus viejas fantasías infantiles de camino al trabajo un viernes por la mañana. Yo ya conocía esa simple melodía (apenas venticinco segundos) repetida una y otra vez por las profundas voces de aquellos seres míticos. “Moscow nights”, anunció la locutora; “una canción rusa muy popular en los años cincuenta”. Fue allá por los ochenta cuando yo escuchaba aquel disco de vinilo cuya funda mostraba un imponente edificio de torres exóticas sobre un cielo azul que hacía daño a la vista. Una tras otra, las pegadizas melodías me iban contagiando de un ímpetu romántico que me transportaba de un plumazo a las estepas solitarias e inhóspitas de Miguel Strogoff y a los dorados palacios del Doctor Zhivago. Ambientado en aquella música, me sentía yo capaz de las proezas sin igual del correo del Zar o la pasión atormentada de Yuri; iconos, prototipos de una tierra donde nunca estuve pero que, como otras muchas, creí conocer como la palma de mi mano.
De modo muy similar descubrí Malasia, piratendo impunemente al lado de Sandokan, el perro Buck tiró de mi trineo en mi paso por Alaska y anduve en Africa cazando tesoros a las órdenes de Quatermain. Medio mundo, ya veis; lugares todos ellos que todavía no he tenido ni la fortuna ni la ocasión de visitar.
Pero no está de más haber estado (aún de esta manera simbólica) y habernos codeado con héroes tan principales; pues sólo con un poquito de lo que cada uno nos enseñó, podremos hacerle frente a cualquiera de los desafíos que esta vida diaria (nuestra propia aventura) nos tenga preparados.
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