El padre llegó más cansado de lo habitual y con un poquito de mala uva. No le agradaba ser ignorado por sus jefes, pero lo que de verdad se le llevaban los demonios era que sus subordinados tampoco le tomaran en serio. Al entrar en casa y cerrar la puerta hizo sonar las llaves como reclamo, ansioso de que los niños se percataran de su llegada y salieran jubilosos a recibirle como todavía acostumbraban hacer. Pero el silencio y la oscuridad del pasillo confirmaron que no había nadie en casa. Tras dejar la cartera en la entrada se fue a la cocina a por un vaso de agua. Lo bebió de un trago y el estómago se le revolvió en una nausea que empezaba a resultarle demasiado familiar. Al pasar por el salón encendió el televisor que, tras unos segundos de titubeos tecnológicos, empezó a vomitar noticias a cual más aterradora y espeluznante. Sujeto por algún oscuro deseo masoquista, se quedó de pie frente al aparato con el mando a distancia en la mano, incapaz de apartar la vista de tanta miseria, hasta que sonó el teléfono.
“Buenas tardes, ¿hablo con el titular de la linea?”
“¿Qué linea?”
“Esta, por la que hablamos”.
“¿El teléfono?”
“Claro, ¿está a su nombre?”
“No, al de mi mujer”.
“Verá, es que tenemos una promoción…”
“Mi mujer no está”.
“No importa, usted se lo cuenta”.
“Mire, no…”
Cortó la comunicación, incapaz de continuar con aquel despropósito y se fue al dormitorio. Sobre la mesita descansaba un sobre abierto. En cuanto vio el membrete de la carta se echó a temblar. Le comunicaban que la mujer había dado parte. Pero si no le había hecho más que un rasguño en el guardabarros que apenas se notaba. Empezó a dar vueltas por el cuarto anticipando los quebraderos de cabeza de otro lío con el seguro. Cuando logró parar se obligó a desvestirse y, en albornoz, se fue al baño. El inmenso espejo iluminado por apliques laterales dio buena cuenta del resto de su mermada confianza. Su pelo lacio resultaba ya incapaz de disimular la imparable calvicie que le coronaba desde hacía meses y que su corta estatura hacía evidente para casi todos. Entró en la ducha, evitando el reflejo de su figura (también en irreversible decadencia) y cerró la cortina con cuidado de que la barra no volviera a soltarse como la semana anterior. Recibió el agua caliente sobre su cuerpo como un bálsamo milagroso y prolongó el merecido placer ignorando a sus hijos cuando entraron en casa llamándole a gritos. Sintió debilitarse la presión del agua sólo un instante antes del brutal cambio de temperatura que le hizo saltar hacia atrás.
"¡Ese grifo!", imploró en vano.
Tuvo que esperar, aterido, a que el agua caliente retornara a la ducha para aclararse y salir de la bañera maldiciendo su suerte. Cruzó un beso vertiginoso y cuatro frases con su mujer antes de que saliera disparada a su turno de noche. Las mismas instrucciones de cada miércoles, pero los críos volvieron a rechazar la cena y, como siempre, tardaron en acostarse.
Cuando se sentó en el salón, el partido estaba ya en la segunda parte y su equipo no tuvo tiempo de remontar una derrota que les condenó a una nueva y prematura eliminación de la liga de campeones. Sin ganas de cenar, tragó una tortilla y abrió un libro que se estaba obligando a terminar.
Al cabo de unos minutos se vio asaltado por un repentino silencio y no pudo evitar preocuparse por su hijos. La niña había estado canturrenado hasta hacía poco mientras su hermano la mandaba callar sin ningún éxito. Se levantó del sofá, sujetándose la renqueante rodilla y, ahogando un lamento, salió al pasillo con un temor irracional. Encendió la luz con la misma aprensión de cuando niño y se maldijo por envejecer y degenerarse sin haber tenido la oportunidad de librarse de sus antiguos miedos. Con cautela se acercó al dormitorio de su hijo, que respiraba tranquilo y, sin duda, dormía ya. Escuchó un zumbido muy sordo antes de asomarse al cuarto de la niña. La nausea volvió a estrujarle las entrañas mientras se acercaba al lecho. Con alivio, comprobó que el ruido provenía del mecanismo giratorio de un proyector que iluminaba de estrellas el techo de la habitación como un planetario. Al acercarse por ver si dormía, se dio cuenta con desagrado de que su hija no había bajado la persiana; la última inconveniencia de otro día intrascendente, perdido en el tiempo y la mediocridad. Se inclinó sobre la mesa para alcanzar la cinta y tirar de ella cuando el corazón le dio un vuelco en el pecho.
"Papi está lleno de…"
La niña titubeó un instante, buscando una palabra que se le escapaba y el padre se temió lo peor (de bichos, de bultos , de manchas…).
"Papi", probó de nuevo su hija, alborozada, "¡está lleno de constelaciones!"
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