martes, 11 de junio de 2013

En buena compañía


No hay nada como regresar en el momento justo en que te esperan.

Un verde glorioso pero demasiado familiar vino a desorientarme a la llegada, sugiriendo paisajes y lugares propios de la isla que acababa de abandonar y a la que ahora retorno. Las siluetas majestuosas de las cigüeñas vinieron, sin embargo, a situarme mucho más al sur y los chillidos incesantes de los vencejos al llegar a la ciudad, me colocaron al final de esta atípica primavera de olores ancestrales mezcla de tomillos, coladas y tascas.

El aire tibio y quieto, los paseos silenciosos entre almenas y ventanas dejaron paso al toro de chapa, la calavera y la rana y a los nombres casi míticos de aquellos con los que aún comparto un pedazo de latón labrado. Tiempos pretéritos que siguen sedimentando campos inabarcables salpicados de iglesias y castillos, que se acogen a horizontes generosos y, bajo un cielo hostil, nos abrieron paso hasta los picos y, por fin, el mar (seos de marea baja, alfombras florales, delicias escanciadas…).

De vuelta al centro mismo de esta tierra imaginamos aguas discurriendo sobre arcos milenarios y nos mojaron otras más reales, escupidas por criaturas doradas entre imponentes estatuas vegetales.

Quedará constancia de que estuvimos, en pantallas o marcos de tamaños diversos y, del rastro de nuestro humilde periplo, darán fe los gastos puntuales de nuestras tarjetas de crédito. Pero si alguno quisiera saber de cuanto en verdad viví en este tiempo escaso, de los incontables placeres y las violentas emociones que me zarandearon durante estas dos semanas, habrá de preguntar a quienes nos acompañaron (niños y grandes, familiares y amigos); aquellos por los que vinimos y a los que de nuevo nos cuesta tanto abandonar. Pues sólo ellos serán capaces de describirme tal y como fui, sin el disfraz con que la distancia y el miedo a sufrir me envuelven cada vez que cierro una maleta y subimos a un avión.

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