No hay
nada como regresar en el momento justo en que te esperan.
Un verde
glorioso pero demasiado familiar vino a desorientarme a la llegada, sugiriendo
paisajes y lugares propios de la isla que acababa de abandonar y a la que ahora
retorno. Las siluetas majestuosas de las cigüeñas vinieron, sin embargo, a
situarme mucho más al sur y los chillidos incesantes de los vencejos al llegar
a la ciudad, me colocaron al final de esta atípica primavera de olores
ancestrales mezcla de tomillos, coladas y tascas.
El aire
tibio y quieto, los paseos silenciosos entre almenas y ventanas dejaron paso al
toro de chapa, la calavera y la rana y a los nombres casi míticos de aquellos
con los que aún comparto un pedazo de latón labrado. Tiempos pretéritos que
siguen sedimentando campos inabarcables salpicados de iglesias y castillos, que
se acogen a horizontes generosos y, bajo un cielo hostil, nos abrieron paso hasta
los picos y, por fin, el mar (seos de marea baja, alfombras florales, delicias
escanciadas…).
De vuelta
al centro mismo de esta tierra imaginamos aguas discurriendo sobre arcos
milenarios y nos mojaron otras más reales, escupidas por criaturas doradas
entre imponentes estatuas vegetales.
Quedará
constancia de que estuvimos, en pantallas o marcos de tamaños diversos y, del
rastro de nuestro humilde periplo, darán fe los gastos puntuales de nuestras
tarjetas de crédito. Pero si alguno quisiera saber de cuanto en verdad viví en
este tiempo escaso, de los incontables placeres y las violentas emociones que
me zarandearon durante estas dos semanas, habrá de preguntar a quienes nos
acompañaron (niños y grandes, familiares y amigos); aquellos por los que vinimos
y a los que de nuevo nos cuesta tanto abandonar. Pues sólo ellos serán capaces
de describirme tal y como fui, sin el disfraz con que la distancia y el miedo a
sufrir me envuelven cada vez que cierro una maleta y subimos a un avión.
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