lunes, 17 de junio de 2013

XXXIX

Le sorprendió encontrarles a todos juntos; tal era el silencio con el que compartían sus gestos sombríos. Miguel Ángel quedó de pie junto a la puerta mientras Díaz ocupaba la silla de la que acababa de levantarse. Lejos de su habitual falsa indiferencia, el veterano parecía verdaderamente molesto con la presencia de sus compañeros pero, incapaz de pedirles que se fueran en una noche como aquella, hacía de tripas corazón por soportar la responsabilidad de hallar las palabras justas con que aliviar tal carga de angustia y desazón.

“No sabíamos si vendrías”.

“Salimos con retraso y encontramos niebla”, resumió escueto, sin ganas de dar explicaciones, ni mucho menos de justificarse.

“Algunos no han vuelto aún”, insistió el mayor de los Vicente.

Pero a Díaz le importaba bien poco lo que no atañera en exclusiva a quienes ocupaban el cuarto aquella noche.

“He hablado con el policía”, informó.

Julián carraspeó nervioso y casi se puso en pie. Sentado a su lado en la cama de Miguel Ángel, Luis le sujetó por el brazo y exclamó una protesta de lo más vulgar en un tono que sorprendió a los demás. El menor de los Vicente parecía de verdad consternado y muy molesto por el afán del artista por evitar cualquier asunto peliagudo.

“De aquí no se mueve nadie hasta que estemos de acuerdo”.

Díaz buscó la mirada de su anfitrión quien, apoyado en la pared, meneaba la cabeza incrédulo por la machacona insistencia de su futuro colega.

“Está empeñado en que compartamos las habitaciones”

El periodista comprendió de inmediato y, en el temblor de sus ojos, encontró la primera señal de debilidad que el insensato matasiete había demostrado desde que le conociera un par de años atrás.

“Tú tienes a tu hermano”, señaló oportuno Julián,  empeñado en rechazar la estrambótica sugerencia de Luis por no quedar contagiado de su absurda paranoia. “A mí déjame en paz”, añadió, levantándose esta vez.

“Ya ha traído su colchón a mi cuarto”, intervino el hermano mayor con una seriedad inusitada. “Pero si quieres acabar como ellos…”

“No tienen nada que ver”, continuó resistiéndose.

“Tal vez Romero lo mereciera menos que Antonio, pero los dos están muertos”.

Miguel Ángel fue consciente de sus palabras desde el momento mismo en que decidió pronunciarlas con aquella autoridad que le hacía aparentemente infalible.

Julián le miró con un gesto de rabia que se deshizo a medida que los ojos se le llenaban de lágrimas.

“¿Sabes lo que hubiera opinado el psicólogo al vernos así?” Acertó a sugerir el veterano para evitar que la repentina congoja de Julián se extendiera por el resto de sus invitados.

Luis no disimuló una sonrisa amplia pero tuvo que secarse también los ojos con el dorso de la mano mientras su hermano se levantaba e iba hacia la ventana dándoles la espalda y Díaz aguardaba incómodo a que los demás recobraran la compostura antes de informarles:

“Me han dicho que estarán sólo unos días pero estoy seguro de que esta vez se llevan a alguien”.

Miguel Ángel recordó a su amigo el día que se sintió intimidado por la mirada del inspector y, al volverse  hacia él, le pareció notar un gesto de satisfacción que desentonaba de la general pesadumbre.

“¿A quien te refieres?” Preguntó Roberto.

Los golpes en la puerta desviaron  su atención lo justo para que su mueca de pánico pasara inadvertida. Desde el rincón al que se había retirado desde que los amigos de Miguel Ángel interrumpieron  su conversación con el veterano, consiguió sujetar su ansiedad mientras Lucas se asomaba al cuarto en busca de su compañero de facultad y Julián le seguía al pasillo. Como si aquello hubiera sido una señal, todos les siguieron casi de inmediato dejando al de medicina solo en su habitación.


“Ya veremos, ya”, insistió Díaz consciente de que aún podían oírle.  

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