Le
sorprendió encontrarles a todos juntos; tal era el silencio con el que
compartían sus gestos sombríos. Miguel Ángel quedó de pie junto a la puerta mientras
Díaz ocupaba la silla de la que acababa de levantarse. Lejos de su habitual
falsa indiferencia, el veterano parecía verdaderamente molesto con la presencia
de sus compañeros pero, incapaz de pedirles que se fueran en una noche como
aquella, hacía de tripas corazón por soportar la responsabilidad de hallar las
palabras justas con que aliviar tal carga de angustia y desazón.
“No
sabíamos si vendrías”.
“Salimos
con retraso y encontramos niebla”, resumió escueto, sin ganas de dar
explicaciones, ni mucho menos de justificarse.
“Algunos
no han vuelto aún”, insistió el mayor de los Vicente.
Pero a
Díaz le importaba bien poco lo que no atañera en exclusiva a quienes ocupaban
el cuarto aquella noche.
“He
hablado con el policía”, informó.
Julián
carraspeó nervioso y casi se puso en pie. Sentado a su lado en la cama de
Miguel Ángel, Luis le sujetó por el brazo y exclamó una protesta de lo más
vulgar en un tono que sorprendió a los demás. El menor de los Vicente parecía de
verdad consternado y muy molesto por el afán del artista por evitar cualquier
asunto peliagudo.
“De
aquí no se mueve nadie hasta que estemos de acuerdo”.
Díaz
buscó la mirada de su anfitrión quien, apoyado en la pared, meneaba la cabeza
incrédulo por la machacona insistencia de su futuro colega.
“Está
empeñado en que compartamos las habitaciones”
El
periodista comprendió de inmediato y, en el temblor de sus ojos, encontró la
primera señal de debilidad que el insensato matasiete había demostrado desde
que le conociera un par de años atrás.
“Tú
tienes a tu hermano”, señaló oportuno Julián,
empeñado en rechazar la estrambótica sugerencia de Luis por no quedar
contagiado de su absurda paranoia. “A mí déjame en paz”, añadió, levantándose
esta vez.
“Ya ha
traído su colchón a mi cuarto”, intervino el hermano mayor con una seriedad
inusitada. “Pero si quieres acabar como ellos…”
“No
tienen nada que ver”, continuó resistiéndose.
“Tal
vez Romero lo mereciera menos que Antonio, pero los dos están muertos”.
Miguel
Ángel fue consciente de sus palabras desde el momento mismo en que decidió
pronunciarlas con aquella autoridad que le hacía aparentemente infalible.
Julián
le miró con un gesto de rabia que se deshizo a medida que los ojos se le
llenaban de lágrimas.
“¿Sabes
lo que hubiera opinado el psicólogo al vernos así?” Acertó a sugerir el
veterano para evitar que la repentina congoja de Julián se extendiera por el
resto de sus invitados.
Luis no
disimuló una sonrisa amplia pero tuvo que secarse también los ojos con el dorso
de la mano mientras su hermano se levantaba e iba hacia la ventana dándoles la
espalda y Díaz aguardaba incómodo a que los demás recobraran la compostura
antes de informarles:
“Me han
dicho que estarán sólo unos días pero estoy seguro de que esta vez se llevan a
alguien”.
Miguel
Ángel recordó a su amigo el día que se sintió intimidado por la mirada del
inspector y, al volverse hacia él, le
pareció notar un gesto de satisfacción que desentonaba de la general
pesadumbre.
“¿A
quien te refieres?” Preguntó Roberto.
Los
golpes en la puerta desviaron su
atención lo justo para que su mueca de pánico pasara inadvertida. Desde el
rincón al que se había retirado desde que los amigos de Miguel Ángel
interrumpieron su conversación con el
veterano, consiguió sujetar su ansiedad mientras Lucas se asomaba al cuarto en
busca de su compañero de facultad y Julián le seguía al pasillo. Como si
aquello hubiera sido una señal, todos les siguieron casi de inmediato dejando
al de medicina solo en su habitación.
“Ya
veremos, ya”, insistió Díaz consciente de que aún podían oírle.
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