Es
miércoles. Paseo intranquilo por las calles vacías esperando a que anochezca.
Me acuerdo de verle pasar entre los suyos en silencio, a la luz de cirios
encendidos. No es la primera vez que le busco sin éxito, que regreso con el
alma vacía, pero nunca hasta hoy había compartido el desaliento de tantos
otros, huérfanos como yo, en este tiempo de tinieblas.
Es mi
camino una mezcla de adoquines inestables, tierra y barro y en las sombras
apenas se distinguen contornos del pasado de oníricas visiones. Entre ellos,
como un destello efímero, se desliza de pronto su presencia, inconfundible
incluso desde la distancia. Me detengo entonces, seguro de que viene hacia mí pero al mismo tiempo incapaz de dar un paso más, paralizado por la excitación,
tratando de calcular un saludo, un halago, cualquier cosa con que llamar su
atención. Todo en vano, pues mudo recibo su mirada tranquila al pasar a mi lado
y el suave tacto de su mano en mi hombro invitándome a seguirle.
Me uno
pues a aquellos que le acompañan, mantengo su ritmo sosegado a distancia
prudencial, pues aún experimento un respeto rayano en el temor. Los gestos que
me rodean instilan, sin embargo, una paz desconocida que me arroba por
momentos. Nada se escucha sobre el rumor de nuestros pasos y una esquila cercana
que viene por detrás. En silencio continuamos por senderos que apenas reconozco
mas presiento seguros como ningún otro lugar. Cuando por fin nos detenemos, no
siento cansancio ni apetito alguno. A unos metros le observo volverse hacia
nosotros, desprenderse de su hatillo y sentarse sobre una roca. Se mesa el cabello y se tienta la ropa sobre los
brazos como si tuviera frío. Pronuncia algo que no puedo entender y continúa
hablando mientras me siento alrededor como todos los demás.
Se mueve
despacio y habla pausado, como si acariciara las palabras, dotándolas de un
gusto embriagador imposible de ignorar. Escucho con la certeza del entendimiento,
aprendiendo en cada frase, en cada gesto. Su lógica es sencilla y abrumadora,
pura como las miradas que nos dedica. Sin atisbo de vanidad comparte esa
grandeza con un entusiasmo sereno de buen maestro y en su voz se va entregando
poco a poco, por entero. En uno de sus silencios, cierra los ojos y los abre
alzando al cielo una mirada que parece de angustia. Sé que tiene miedo y me
estremece lo que habrá de sucederle. Él también lo sabe, como todo lo demás.
Pero sonríe al fin en una muestra de valor incalculable, como si anticipara la
gloria que le aguarda.
Entonces
decide que es hora de marchar. Muy despacio se levanta y camina lento entre
los que le observamos sentados en el suelo. Al llegar hasta mí, posa la mano en
mi cabeza como hizo con el resto. Siento un temblor ligerísimo de sus dedos al
tiempo que una pena inmensa que me impulsa a sujetarle, a no dejarle ir.
Pero no me muevo. Ni él se demora un solo instante más.