Nada
hacía presagiar que sucedería de aquel modo. La brisa templada se había
detenido el tiempo justo, tan sutil que ninguno se percató de que faltara; de
que en su lugar se hubiera posado un aroma pesado y efímero, un latido
instantáneo de portentoso silencio que no llegó a perturbar la armonía de
sosiego que les rodeaba. Tras sus párpados momentáneamente cerrados, la luz
trémula del sol atravesando la masa frondosa que les cobijaba, prendió en sus
ojos un hálito imparable de vida que se extendió por todo su cuerpo hasta
alcanzar el punto mismo donde todo acababa de comenzar.
Volviéndose
hacia el sueño sereno del hombre que yacía a su lado sobre la hierba, la mujer
posó una mano sobre la suya y, con la otra, abarcó el universo infinito bajo su
vientre.
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