“¡Quieres
escucharme!” Casi tuvo que gritar. “Tranquilízate”, añadió cubriéndose la boca pegada al teléfono por si alguien
pudiera oírle desde fuera. “Te
digo que es imposible”.
“Y yo
estoy segura de que le vi”, replicó aún más alterada.
Miguel
Ángel suspiró nervioso, sintiendo la fiebre bullendo en su cabeza.
“¿Por
qué iba a hacer algo así?”
“Pregúntaselo”,
espetó indignada.
Tuvo que
aguantarse el impulso de estrellar el teléfono contra la pared y, sólo por el
inexplicable vínculo que les unía desde que se conocieron, se tragó los vulgares
reproches que le vinieron a la cabeza. Que Gerardo hubiera de forma similar
venido a provocarle otro inconveniente lazo afectivo (que en nada tenía que ver
con la atracción que sentía por su amiga) era de sobra problemático dada
la evidente animadversión que el uno sentía hacia la otra; pero los recientes
acontecimientos y las últimas revelaciones estaban llevando el asunto a límites
que empezaban a rayar lo ridículamente intolerable. Mariano se había referido a
un novato capaz de actos criminales, el sexto sentido de Nuria otorgaba a Gerardo
propiedades siniestras y tendencias asesinas y él mismo no podía dejar de darle
vueltas a la rabia desmedida con que su amigo había pronunciado aquella pueril acusación
contra Romero el día que admitió haber llorado por la muerte de Antonio.
Imaginarle,
sin embargo, apostado entre las sombras del parque frente al piso de Nuria aguardando durante horas le resultaba tan difícil que volvió a sugerir que
podría haberle confundido con alguien.
“Estaba
ahí mismo”, insistió apartando con cautela el visillo.
Y aunque
comprobó de nuevo con alivio que esta vez no estaba, volvió a recordar el
escalofrío que la paralizo la noche anterior.
“Tuve
que hacer de tripas corazón para ir a la Facultad esta mañana”
Miguel Ángel
sintió la velada censura por sus persistentes ausencias.
“Hubiera
preferido que se acercara con cualquier explicación. Pero no ha hecho más que
seguir mirándome desde los bancos de arriba”.
Decidió
no preguntarle cómo lo sabía y dejó que continuara.
“Creo
que mañana no voy a ir”.
Aquello
tuvo también que aceptarlo con toda su carga de responsabilidad.
“Seguro
que no es para tanto”. Él mismo se sonó tan falso que no le sorprendió el
inmediato improperio que recibió del otro lado ni el torrente de horribles
vaticinios, lamentos y amenazas ahogadas en la evidente congoja de su amiga.
“Escucha”,
tuvo que interrumpirla. “Gerardo no nos va a hacer ningún daño. Desde mañana te
paso a buscar con el coche… Yo sólo”, aclaró. “Y cada tarde te llevaré de
vuelta”.
Avergonzada
por un llanto que ya no pudo controlar, Nuria acertó a pronunciar un par de
palabras de agradecimiento, colgó el teléfono y se arrojó a la cama para seguir
llorando.
En el
otro extremo de la ciudad Miguel Ángel se dejó caer también de espaldas sobre
el colchón durante un par de segundos. Hasta que tres golpes suaves y la voz de
Gerardo (“¿Se puede?”) le encendieron una duda aterradora que se propagó
vertiginosa por todo su cuerpo:
¿Cuánto
tiempo habría estado escuchando detrás de la puerta?
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