martes, 1 de octubre de 2013

XLVI

“¡Quieres escucharme!” Casi tuvo que gritar. “Tranquilízate”, añadió cubriéndose  la boca pegada al teléfono por si alguien pudiera oírle desde fuera. “Te digo que es imposible”.

“Y yo estoy segura de que le vi”, replicó aún más alterada.

Miguel Ángel suspiró nervioso, sintiendo la fiebre bullendo en su cabeza.

“¿Por qué iba a hacer algo así?”

“Pregúntaselo”, espetó indignada.

Tuvo que aguantarse el impulso de estrellar el teléfono contra la pared y, sólo por el inexplicable vínculo que les unía desde que se conocieron, se tragó los vulgares reproches que le vinieron a la cabeza. Que Gerardo hubiera de forma similar venido a provocarle otro inconveniente lazo afectivo (que en nada tenía que ver con la atracción que sentía por su amiga) era de sobra problemático dada la evidente animadversión que el uno sentía hacia la otra; pero los recientes acontecimientos y las últimas revelaciones estaban llevando el asunto a límites que empezaban a rayar lo ridículamente intolerable. Mariano se había referido a un novato capaz de actos criminales, el sexto sentido de Nuria otorgaba a Gerardo propiedades siniestras y tendencias asesinas y él mismo no podía dejar de darle vueltas a la rabia desmedida con que su amigo había pronunciado aquella pueril acusación contra Romero el día que admitió haber llorado por la muerte de Antonio.

Imaginarle, sin embargo, apostado entre las sombras del parque frente al piso de Nuria aguardando durante horas le resultaba tan difícil que volvió a sugerir que podría haberle confundido con alguien.

“Estaba ahí mismo”, insistió apartando con cautela el visillo.

Y aunque comprobó de nuevo con alivio que esta vez no estaba, volvió a recordar el escalofrío que la paralizo la noche anterior.

“Tuve que hacer de tripas corazón para ir a la Facultad esta mañana”

Miguel Ángel sintió la velada censura por sus persistentes ausencias.

“Hubiera preferido que se acercara con cualquier explicación. Pero no ha hecho más que seguir mirándome desde los bancos de arriba”.

Decidió no preguntarle cómo lo sabía y dejó que continuara.

“Creo que mañana no voy a ir”.

Aquello tuvo también que aceptarlo con toda su carga de responsabilidad.

“Seguro que no es para tanto”. Él mismo se sonó tan falso que no le sorprendió el inmediato improperio que recibió del otro lado ni el torrente de horribles vaticinios, lamentos y amenazas ahogadas en la evidente congoja de su amiga.

“Escucha”, tuvo que interrumpirla. “Gerardo no nos va a hacer ningún daño. Desde mañana te paso a buscar con el coche… Yo sólo”, aclaró. “Y cada tarde te llevaré de vuelta”.

Avergonzada por un llanto que ya no pudo controlar, Nuria acertó a pronunciar un par de palabras de agradecimiento, colgó el teléfono y se arrojó a la cama para seguir llorando.

En el otro extremo de la ciudad Miguel Ángel se dejó caer también de espaldas sobre el colchón durante un par de segundos. Hasta que tres golpes suaves y la voz de Gerardo (“¿Se puede?”) le encendieron una duda aterradora que se propagó vertiginosa por todo su cuerpo:


¿Cuánto tiempo habría estado escuchando detrás de la puerta?

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