“Entonces,
¿estás segura?”
“Completamente”.
El
inspector inspiró profundamente y terminó de abrocharse la gabardina. Afuera
llovía con fuerza. Hacía ya casi cinco meses de la muerte del primer chico y el
curso académico empezaba a tocar a su fin. Ese era el límite que se había
marcado para resolver aquellos dos crímenes pues, con la llegada del verano,
los muchachos se desperdigarían de vuelta a sus casas y cualquier pesquisa se
complicaría sobremanera. Por eso resultaba fundamental concretar sus conjeturas,
que hasta el momento no pasaban de meras intuiciones, con alguna evidencia de
peso.
No es
que la revelación que acababa de conocer fuera una prueba definitiva, pero de
ser cierta, al menos le orientaba hacia un sujeto determinado sobre el que,
desde su primer interrogatorio, ya había él centrado especial atención y que,
de acuerdo a los más recientes informes, parecía comportarse cada vez de manera
más recelosa y esquiva.
La
joven se había presentado como amiga de la primera víctima y conocida de la
segunda a través de una tercera persona a la que se había negado identificar al
no estar ella al tanto de sus intenciones de declarar lo que, a su juicio,
podía haber motivado la muerte de los dos estudiantes.
Andrés
repasó los apuntes de su libreta cuando estuvo sentado en su coche al resguardo
del incesante chaparrón que le procuraba cierta intimidad velando los cristales
a torrentes de gotas desbocadas. “Novato….Medicina”, releyó los apuntes que
escribió aquella tarde en presencia de Pablo mientras aquel chaval se esforzaba
en disimular una inquietud terrible y de lo más sospechosa. Según ella, el
chico andaba celoso de Antonio y también tenía pendencias con Romero. Con ambos
le había visto de lo más soliviantado, enredado en discusiones y profiriendo
amenazas que bien podía haber cumplido.
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