martes, 26 de noviembre de 2013

XLIX

“¿Tienes un momento?”

El gesto de Miguel Ángel debía reflejar con fidelidad el desagrado que la visita le producía, pues el habitual tono imperativo de Rubio había sonado más bien a súplica dubitativa.

“¿Para?”

“Quiero tu experta opinión”, le aduló el gigante.

El de Medicina se apartó y dejó que pasara a su cuarto con la intención de no dedicarle más de un par de minutos. Bastante había tenido con soportar los reproches y los miedos exagerados de Nuria. Esta vez había sido él quien había llamado en un nuevo intento por convencerla para que volviera a la Facultad. Tras más de media hora al teléfono, había conseguido su compromiso a dejarse recoger la mañana siguiente al pie de su casa, pero la inagotable verborrea de su amiga le había levantado un dolor de cabeza que Rubio estaba atizando con su visita inesperada.

“¿Qué sabes del Rohypnol?”

Miguel Ángel exageró un gesto de sorpresa e ignorancia.

“Parece ser que es un tranquilizante”, se respondió a sí mismo.

“Pregúntaselo a los de Farmacia”

El otro pasó por alto el desdén de la sugerencia.

“¿Es ilegal?”

Miguel Ángel no disimuló un suspiro de hartazgo mientras se dirigía a la estantería. De allí tomó el voluminoso Vademecum y trató de enfocar su mirada dolorida sobre cientos de páginas que parecían idénticas, hasta que dio con el dichoso medicamento.

“Aquí está”.

“Ya lo sé; anulado”. El de Derecho había hecho sus propias indagaciones. “¿Quiere eso decir que no se puede recetar?”

“Supongo”.

Rubio exhaló un suspiro de ansiedad y la seriedad de su gesto se acentuó de manera preocupante.

“Pero esto ¿por qué se vende en la calle?”

“Tú sabrás”

“Si lo hubiera probado no te preguntaría. Dicen que tiene efectos muy potentes”.

“Y que en exceso podría ser peligroso”, añadió ante la apatía del otro. “Lo habrían encontrado en una autopsia, ¿verdad?”

Miguel Ángel reaccionó con una mirada incrédula que el otro no dudó en desafiar:

“Sé de buena tinta que Antonio tomó esas pastillas la noche que murió. Y que no quería que nadie se enterara”.

“Estoy seguro de que no las compró para ninguna otra cosa”, añadió precipitado, sin darle tiempo a hacer cábala alguna.

Y como Miguel Ángel permaneció impasible, Rubio prefirió concluir por no dejar lugar a la duda:

“No iba por ahí drogando chicas”.

El de Medicina cayó en la cuenta y no pudo evitar un gesto de repugnancia que halló réplica en otro, algo menos elocuente, en el rostro de su compañero.

“¿No habíamos quedado en que tu amigo era un dechado de virtudes y que no se merecía que aireáramos sus hábitos menos saludables?”

Rubio intentó media sonrisa conciliadora que no le salió menos hipócrita y amenazante de lo habitual.

“Mira; esto te lo he contado a ti porque hasta hace un momento había tenido la esperanza de que Antonio estuviera enfermo”.

Aquello sonó tan sorprendentemente sincero que Miguel Ángel se detuvo antes de abrirle la puerta para que saliera del cuarto.

“Que yo sepa, nunca se había metido nada que los demás no tomáramos. ¿Por qué lo haría esta vez?”

Rubio le miró como si esperara una respuesta y el otro comprendió que, en verdad, el matón había acudido con el deseo de que le ayudara.

“No se me ocurre…” Se interrumpió sin saber cómo seguir.

“Hace años fuisteis amigos”, le recordó.

“La gente cambia y yo ya no le conozco”, se le escapó el presente.

“Sabrás al menos en qué cambió tanto. Y no me digas que eso es cosa de psicólogos”.


La mera mención de aquel gremio le llenó a Miguel Ángel los ojos de lágrimas e, inexperto en aquellas lides, Rubio prefirió retirarse a verse en la tesitura de disculparse y consolarle. Al pasar a su lado, el gigante no pudo evitar, sin embargo, posarle una mano en el hombro y, sin mirarle, abrió la puerta y salió al pasillo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario