“¿Tienes un momento?”
El gesto de Miguel Ángel debía
reflejar con fidelidad el desagrado que la visita le producía, pues el habitual
tono imperativo de Rubio había sonado más bien a súplica dubitativa.
“¿Para?”
“Quiero tu experta opinión”, le
aduló el gigante.
El de Medicina se apartó y dejó que
pasara a su cuarto con la intención de no dedicarle más de un par de minutos.
Bastante había tenido con soportar los reproches y los miedos exagerados de Nuria.
Esta vez había sido él quien había llamado en un nuevo intento por convencerla
para que volviera a la Facultad. Tras más de media hora al teléfono, había
conseguido su compromiso a dejarse recoger la mañana siguiente al pie de su
casa, pero la inagotable verborrea de su amiga le había levantado un dolor de
cabeza que Rubio estaba atizando con su visita inesperada.
“¿Qué sabes del Rohypnol?”
Miguel Ángel exageró un gesto de
sorpresa e ignorancia.
“Parece ser que es un
tranquilizante”, se respondió a sí mismo.
“Pregúntaselo a los de Farmacia”
El otro pasó por alto el desdén
de la sugerencia.
“¿Es ilegal?”
Miguel Ángel no disimuló un
suspiro de hartazgo mientras se dirigía a la estantería. De allí tomó el
voluminoso Vademecum y trató de enfocar su mirada dolorida sobre cientos de páginas
que parecían idénticas, hasta que dio con el dichoso medicamento.
“Aquí está”.
“Ya lo sé; anulado”. El de
Derecho había hecho sus propias indagaciones. “¿Quiere eso decir que no se
puede recetar?”
“Supongo”.
Rubio exhaló un suspiro de
ansiedad y la seriedad de su gesto se acentuó de manera preocupante.
“Pero esto ¿por qué se vende en
la calle?”
“Tú sabrás”
“Si lo hubiera probado no te
preguntaría. Dicen que tiene efectos muy potentes”.
“Y que en exceso podría ser
peligroso”, añadió ante la apatía del otro. “Lo habrían encontrado en una
autopsia, ¿verdad?”
Miguel Ángel reaccionó con una
mirada incrédula que el otro no dudó en desafiar:
“Sé de buena tinta que Antonio
tomó esas pastillas la noche que murió. Y que no quería que nadie se enterara”.
“Estoy seguro de que no las
compró para ninguna otra cosa”, añadió precipitado, sin darle tiempo a hacer
cábala alguna.
Y como Miguel Ángel permaneció
impasible, Rubio prefirió concluir por no dejar lugar a la duda:
“No iba por ahí drogando chicas”.
El de Medicina cayó en la cuenta
y no pudo evitar un gesto de repugnancia que halló réplica en otro, algo menos elocuente,
en el rostro de su compañero.
“¿No habíamos quedado en que tu
amigo era un dechado de virtudes y que no se merecía que aireáramos sus hábitos
menos saludables?”
Rubio intentó media sonrisa
conciliadora que no le salió menos hipócrita y amenazante de lo habitual.
“Mira; esto te lo he contado a ti
porque hasta hace un momento había tenido la esperanza de que Antonio estuviera
enfermo”.
Aquello sonó tan
sorprendentemente sincero que Miguel Ángel se detuvo antes de abrirle la puerta
para que saliera del cuarto.
“Que yo sepa, nunca se había
metido nada que los demás no tomáramos. ¿Por qué lo haría esta vez?”
Rubio le miró como si esperara
una respuesta y el otro comprendió que, en verdad, el matón había acudido con
el deseo de que le ayudara.
“No se me ocurre…” Se interrumpió
sin saber cómo seguir.
“Hace años fuisteis amigos”, le
recordó.
“La gente cambia y yo ya no le
conozco”, se le escapó el presente.
“Sabrás al menos en qué cambió
tanto. Y no me digas que eso es cosa de psicólogos”.
La mera mención de aquel gremio
le llenó a Miguel Ángel los ojos de lágrimas e, inexperto en aquellas lides,
Rubio prefirió retirarse a verse en la tesitura de disculparse y consolarle. Al
pasar a su lado, el gigante no pudo evitar, sin embargo, posarle una mano en el
hombro y, sin mirarle, abrió la puerta y salió al pasillo.
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