Todos callaron
después y la música se apoderó de la paz del desierto. Era una noche preciosa,
la más serena de cuantas el firmamento les había ofrecido desde que comenzaron
su viaje; miles de estrellas acompañando a una luna enorme que flotaba en los
vientos templados del este y un negro bondadoso arropando a cada criatura que
se tendiera sobre la arena. Los Magos esperaron a que su invitado acabara con
los últimos postres antes de levantarse y salir al exterior. Una suave brisa
agitó la lona que sujetaba el criado para abrirles paso y las palmeras
susurraron sobre sus cabezas, mientras el manantial seguía impasible con su
eterno suspirar de agua. Melchor iba delante con Baltasar, paseaban en silencio
hacia la charca. Más atrás Gaspar y Hasim, agarrados del brazo, reían a
carcajadas las bromas del comerciante y daban las buenas noches a cuantos les
saludaban desde las tiendas.
Cuando
llegaron a la orilla, Melchor se inclinó, mojó su mano en el agua negra y
refrescó su frente con una caricia. Baltasar se sentó a su lado en uno de los
cuatro asientos que los criados habían colocado momentos antes.
- ¿Es posible
que una noche así pueda durar eternamente? – preguntó Hasim mientras se sentaba
junto a Gaspar.
Nadie le
contestó. Los cuatro guardaron silencio durante un buen rato, observando la
luna flotar en la charca como un pedazo de hielo en las cálidas aguas del
oasis. Algunos más se acercaron hasta allí y se sentaron en el suelo alrededor.
Criados recién terminado su trabajo, pajes solitarios, mercaderes humildes del
brazo de sus mujeres, muchachas soñadoras, niños bostezando en secreto,
porteadores borrachos, peregrinos insomnes; todos se tendieron junto al agua y
el campamento quedó reducido a un montón de lonas vacías bajo el ligero peso de
la noche.
Al cabo de un
rato el silencio se llenó de mil murmullos y en cada conversación (cientos de
palabras sosteniéndose en la imperturbable calma del oasis) varias almas
compartían el deleite de lo insustancial.
- ¡Ah, el
amor! – suspiró Hasim.
Pero nadie le
hizo caso y volvió a insistir:
- Imaginad por
un momento lo que ha de estar sufriendo vuestro enamorado amigo.
Un gesto de
indiferencia en el rostro de Gaspar fue lo único que obtuvo esta vez, pero el
comerciante estaba dispuesto a llegar hasta el final y continuó:
- Cualquiera
de los presentes – dijo, alzando la voz para captar su atención – sabe cuán
poderoso es el amor. Todos hemos sufrido alguna vez sus violentos embates y
algunos incluso hemos zozobrado en sus aguas. Sabed que no hay nada que pueda
aplacar su infalible ataque, que nadie puede escapar de él, pues allá donde
huyeras, hasta el fin de la tierra tal vez, te seguiría para inyectarte su
veneno. No, amigos, no hay solución para este mal bendito que es el amor. Y si
no me creéis escuchad lo que tengo que contaros.
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