Las palabras cobraban sentido a medida
que se acercaba y las sombras descubrían sus secretos sobre el inminente
paredón.
- Fin de año…mueren solos…otra vez.
Cada pausa en un recodo en busca de una
luz que se percibía a ratos, a golpes de fuego perezoso.
- Fueron tiempos de cosechas
perdidas…solo la risa de los niños… –. Said esperó al pie de la escalera,
detrás el pasillo quebrado en otra esquina y adelante creciendo eterno en busca
de otros misterios que no eran suyos.
- El hombre esperó en el salón sentado en
una de las butacas más cercanas al hogar. Traía aún el frío del invierno y su
abrigo raído apenas confortaba sus miembros entumecidos. Un fuego raquítico
ardía en la enorme chimenea, tan oscura como el resto de la casa.
Said escuchaba desde el umbral. Dentro un
anciano se mesaba despacio la barba mientras miraba hacia arriba como tratando
de recordar.
- Pasaron varias horas antes de que
cayera dormido y cuando despertó era bien entrada la noche. Marcaba las once un
reloj de pared justo al lado de la puerta que seguía cerrada como cuando llegó.
El viejo se detuvo entonces y calló por
un momento. Sus ojos recorrieron el cuarto y alguno de los que le escuchaban se
volvieron cuando su mirada seca se clavó en el rostro asustado de Said justo
antes de que el muchacho se ocultara de nuevo tras la puerta entornada.
Eran cinco o seis hombres o mujeres, sentados
en el suelo frente a aquel que les hablaba a la luz incierta de un fuego
pequeño de papeles blancos de oficina.
- ¿Por qué tan larga espera? – se
preguntó el anciano como el mismo de quien contaba –. Nada en el anuncio
escueto del periódico hacía sospechar que aquello fuera una broma. El hambre
desgarrado de sus hijos no merecía la burla de nadie. A punto estuvo de
levantarse y abandonar para siempre aquel palacio.
Said dejó que su cuerpo reposara en el
suelo frío, apoyada la espalda en la pared justo al lado del hueco abierto de
la puerta.
- Pero el fuego revivió en el hogar, el
calor le alcanzó al fin y se llenó la estancia del color acogedor de la casa.
Tal vez debiera esperar después de todo. La doncella sólo le había acompañado
con un gesto serio de silencio obligado, ni una explicación ni un aviso de
tardanza, nada que indicara aquel retraso. Era tarde ya para cenar con su mujer
y sus hijos pero estaría de vuelta para recibir con ellos el nuevo año. Medía
hora más y regresaría.
La pausa del anciano le alcanzó,
inquisitiva y contuvo el aliento en su escondite. Guardaron silencio los demás
hasta que el ciego reanudó su relato.
- La impuesta soledad despertó su
curiosidad y, cauto, se acercó al enorme escritorio que presidía la sala bajo
un retrato oscuro colgado de la pared. Sobre la mesa una pluma con la tinta
seca descansaba sobre un papel lleno de versos conocidos. El hombre los leyó,
incrédulo, con la rabia superando la sorpresa del plagio. Era aquel uno de los
poemas que guardaba en su abrigo, escritos en un decrépito cuaderno, el mismo
que pretendía leerle aquella noche para
conseguir el empleo. Palabra por palabra, estremecido por el mismo traqueteo
que torció sus renglones en el tren que le inspiró hacía años. Corrió
angustioso a arrancarlo del bolsillo y buscó desesperado entre sus páginas
llenas de garabatos sin sentido; trazos perdidos marcados con furia hasta
romper el papel. Nada de lo que escribió quedaba allí, sólo el arrebato
artístico de un loco. Incapaz de comprender, cayó abatido sobre el sofá y quedó
inmóvil con el peso tremendo de un dolor creciente frenando sus pensamientos y
apagando sus recuerdos. Sus hijos, el bien más preciado, perdían el rostro y la
forma en un delirio sin fondo y todo lo que fue se deslizaba imparable por la
herida mortal de su memoria.
- Despertó sobresaltado por los gritos
alegres que llegaban de fuera pero callaron de pronto y parecieron tan falsos
como su horrible pesadilla. El cuaderno seguía en su abrigo con los mismos
versos en sus hojas amarillas y no había
nada escrito en el papel sobre la mesa. Temblaron sin embargo, aún, sus manos
al anudarse la bufanda antes de marcharse y perdió el equilibrio cerca ya de la
puerta cuando el reloj de pared le sorprendió con la primera nota de la media
noche. Se detuvo entonces y esperó contando en silencio con un algo de tristeza
enturbiando su inmenso alivio. Tres, cuatro…imaginó a su mujer marcando solemne
el ritmo a los chiquillos…seis, siete…y a los niños casi atragantándose con las
uvas…nueve, diez, once…
Se detuvo el reloj, incapaz de acabar con
el año, pero de fuera llegaron otra vez los gritos de alegría de grandes y
pequeños. Reconoció las voces de los suyos alejándose por el pasillo; “Papá,
papá”, llamaron entre risas. Trató de contestar pero su voz se perdió con la
última campanada y la puerta no cedió ni un milímetro tras su asalto final de
furia desesperada.
La pared crujió cuando trató de
recostarse y Said echó a correr sin tiempo para descubrir si había sido aquel
ruido suficiente para delatarle. No se volvió al pie de la escalera cuando
alguien gritó desde arriba “espera”, ni le siguieron cuando giró en el pasillo
oscuro de vuelta a la nave inmensa. Su carrera retumbó en el vacío con
estruendo pero el silencio le confortó de nuevo oculto entre sus cartones y sus
cajas. “Fin de año…mueren solos”, recordó antes de echarse a llorar
desconsolado.
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