miércoles, 18 de septiembre de 2013

XLIV

Lamentaba profundamente haber quemado aquel pedazo de papel pues, tan absurdo como en un primer momento le había resultado, no podía dejar de pensar que también podría haberle puesto precio. No en vano, todo cuanto hasta entonces le era cotidiano entre aquellas paredes venía a despertar un interés superlativo en los agentes que aún les vigilaban, desesperados por hallar cualquier indicio que les aclarara el caso.

Apenas había cruzado palabra con el inspector desde que volvió a interrogarle y Pablo y él habían acordado restringir sus habituales reuniones a lo más estrictamente necesario por no dar lugar a sospechas ni malentendidos. De cualquier modo, el aspecto taciturno de ambos (creciente el de policía, menguante el del director) le hacía pensar que cada vez estaban más lejos de encontrar un asesino entre los chicos. Y aquello a Mariano le encendía una excitante sensación mucho más cercana a la euforia que al miedo o la decepción, pues enfocaba las sospechas sobre aquellos que faltaban; Martín entre ellos.

Volvió a leer el número escrito en el pedacito de papel que guardaba en la cartera y puso la mano sobre el teléfono. Recordó la angustia con que el director le había exhortado que no diera rienda suelta a sus dudas compartidas, pero supo que si no hacía la llamada era porque aún no había calculado cuánto debía pedir.

El portero guardó el papelito y se pasó una mano por la nuca. En un principio la periodista sólo había querido saber si el chico se alojaba allí y conocía al muchacho que se quitó la vida. La miseria que le ofreció al negarse no tuvo nada que ver con el desmesurado interés que no había podido ocultar cuando le llamó por última vez, un par de días después de que se hiciera pública la identidad del cadáver que sacaron del río.

“Mariano”.

El portero dio un respingo y se volvió, con un mal fingido gesto de interés.

“¿Puedo preguntarte algo?”

Esta vez su mueca de sorpresa fue genuina. Nunca antes Miguel Ángel se había acercado en actitud tan amistosa. Más bien al contrario; aquel engreído había aprovechado cualquier oportunidad para ningunearle y dejar bien claro quien era allí el cliente y quien había de servirle.

“Tú dirás”, replicó con desgana.

“¿Sabes si algún residente…” Pronunció con cautela “…entró en el cuarto de Antonio mientras le metían en la ambulancia para llevárselo?”

“¿Y eso?” Fue lo único que supo replicar sin demostrar el absoluto desconcierto que, unida a sus recientes inquietudes, vino a provocarle la pregunta del muchacho.

“Tú…” Titubeó el veterano “…estabas por allí”

El portero no pudo evitar cierta compasión al verle descomponerse de aquella forma; los ojos brillándole de lágrimas a punto de girarse de pura vergüenza, la voz temblándole como a un chiquillo. Algo sabía de sus pesares, pero hasta ese momento no había tenido la ocasión de comprobar por sí mismo los estragos que la muerte de su amigo empezaba a causar en el futuro médico.

Mariano tragó saliva y miró a ambos lados para cerciorarse de que estaban solos.

“Pasa”, le invitó.


Y cerró la puerta de su cuartucho con una incomodísima urgencia por contarlo todo.

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