El brazo del soldado a punto de lanzar la granada quedó pegado a la hojita de plástico pero el aspecto general de la batalla resultaba igualmente impactante, muy digno de cualquiera de los escenarios para mi siguiente fantasía; historias pergeñadas en horas robadas al sueño y puestas después en práctica por la inmensidad del salón de casa con mi hermana. Nunca como entonces disfruté de historia alguna, nunca las viví con aquel entusiasmo, aunque el trágico final de mis ejércitos (apaches y demás perdedores) fuera siempre el de la infame derrota. Muchas jalonaron el futuro que progresó como buenamente pudo a trancas y barrancas hasta este último entreacto de meses y estaciones, tal vez el más inquietante al que me enfrento. Por lo pronto, en esta deriva de incertidumbre e ineptitud, parezco más propenso al olvido que al aprendizaje, como si el declive empezara a ser al fin una realidad o lo que resta me lo sepa de antemano. Entre tanto, practico otro tipo de recreaciones, menos dadas a la épica y la ficción, donde el arrojo fingido de entonces no es siquiera necesario pues la derrota es del todo inevitable y la victoria resulta falsa, inmerecida. Si me paro a pensar se me llevan por delante, si echo a correr me quedo solo y hasta los detalles más insignificantes acaparan esencia de recuerdos que no fueron.
Si el tío Billy levantara la cabeza, enfundaría sus muñones en las cartucheras y, separando los pies de su base de plástico, se marcharía cabizbajo. Si el fantasma del Exín Castillos nos viera ahora, quedaría lívido para los restos y se refugiaría en su torreón de capirote rojo sin ganas de abandonar las sombras oscuras de los cuartos olvidados.
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