Aún duele como entonces. No tan amenudo ni tan fuerte como les dolió a otros, aquellos protagonistas involuntarios que nos arrojaron a puñados, desvalidos, aterrados o en pedazos por telediarios de media tarde. Sonroja la desvergūenza de quienes ni siquiera les conocieron y poco saben de nosotros, las verdades que vienen imponiendo, los bálsamos que tratan de aplicarnos como veneno que no deja de emponzoñar. Enerva el manoseo nauseabundo de voceros y juglares mancillando su memoria. Desalienta la ignorancia, el candor, los remilgos de aquellos que reniegan del derecho a esta rabia impuesta pero ya para siempre legítima y propia.
Duele porque ya no matan pero aún siguen muriendo, cada día, en cada farsa, cada insulto y desafío. Duele contener todo el odio que encararon, conservar aquella paz que les quebraron a traición y sin sentido. Duele por honor, sin anestesia. Con el orgullo de quien, como otros muchos, preserva la memoria de sus propios ojos, de su propio oido, de sus propias tripas.
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