El aluvión de alabanzas le sorprendió frente a las cajas de pastillas y el vaso de agua medio vacío. Llegaron en tropel con un escándalo de gruñidos que alteró el silencio que había creído eterno. Le llevó un par de minutos amasar un sentimiento parecido a la curiosidad pero que en su caso era solo la costumbre enfermiza de no dejar nada pendiente. Demasiado tarde, se arrepintió de no haberlo apagado y con desgana comenzó a leer los mensajes en su teléfono móvil. En su mayoría escuetas expresiones de alegría y parabienes con algún que otro agasajo más elaborado que le exigió exprimir su maltrecha concentración, provocándole un pinchazo de dolor distinto al de los últimos tiempos, real y en las tripas, lejos de aquella sombra malsana que le pesaba en el alma hasta inundarle de tinieblas. Los elogios, aun lejanos y tal vez falsos, avivaron un rescoldo, pobre aliento que apenas logró exhalar al aire gélido del cuarto.
Se levantó y por no dar la luz avanzó a tientas hasta la ventana. Sobre el alféizar el cuaderno abierto por la misma página húmeda del frío del cristal. Las palabras conocidas, repetidas mil veces, se hacían notorias por momentos, a distancia, como una exhalación. Resistió la tentación de destrozarlo, consciente de que ya no había marcha atrás y levantó la persiana enfrentándose al resplandor dorado de la ciudad con un arrebato de nostalgia. Como en sueños del pasado, se le presentó excesiva y opulenta, falsa de belleza exagerada. Supo que fantaseaba pues aun habiendo sido real, él no estaba allí, no había estado en una eternidad, la misma que resumían las historias que florecían tardías por las redes sociales. Saboreó sin embargo cada aroma de tascas y balcones, el frescor del aire limpio de cielos rasos almenados. La tierra y el granito le arroparon suaves junto a aquellos que dejó y otros muchos acogidos a la paz de la meseta.
Encendió la luz. Ignorando el caos del cuarto volvió a sentarse a la mesa. Los mensajes continuaron llegando mientras manipulaba el teléfono en busca de una canción. Cuando empezó a sonar, lo posó junto a las cajas vacías y el vaso de agua medio lleno. Inestable. Jorge Marazu cantaba a alma descubierta y la suya se estremeció de miedo y de esperanza.
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