miércoles, 1 de abril de 2020
Desde la cama
Enredadas en eternos atardeceres distancias insalvables aguardan tras la puerta del dormitorio. Oleajes acompasados con relojes de pared, playas vacías y pasillos abarrotados. Me avergüenzo de las ocasiones perdidas entre impotencia y nulidad. Los desiertos más cercanos eran aquellos que acechaban entre las sábanas y los mejores miedos los que anidaban en la mirada de los otros, multitud de desconocidos que comparten de pronto nuestras mismas inquietudes; risas histéricas con el gesto agrio de incertidumbre dictada a bandazos por veletas de nada fiar. Noches que transitan por lugares comunes, diminutos, de peligros cotidianos que, al cerrar los ojos, se disipan y desatan ventoleras que despliegan los espacios en paisajes inabarcables donde esconderse y soñar, ajenos a los augurios y las amarguras. Urge un despertar sereno en un lecho mullido, desperezarse a la luz de un templado amanecer que recuerde aquellos de la infancia, con los silencios propios de la vida rebosante que ya no se esconde pero escucha prudente los mensajes de las hojas y los pájaros, de las campanas que preceden al bullicio, dispuesta a regresar por sus fueros, libre al fin de ataduras y de males.
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