No le habían adiestrado para tareas de aquel calibre. Asomar el hocico una vez al año podía parecer sencillo pero, con el tiempo, mucho había cambiado y casi nada resultaba agradable como entonces.
Mientras observaba las gotas casi salpicándole, sintió de repente todo lo que había llovido, todo el gris que le había ido oscureciendo pero a la vez el calor y la paz que había atesorado en la madriguera, con los suyos.
Atisbó hasta donde su vista maltrecha alcanzaba y fue incapaz de identificar peligro alguno. Tal vez por aquello mismo, el retortijón se le enredó también en las patas, que empezaron a temblarle. Desconfiado hasta de sus propios sentidos, trataba de convencerse de que por más que esperara, nada ahí fuera iba a invitarle un ápice más a salir mañana, ni el siguiente, ni ningún otro día.
Pensó, por otra parte, que la luz, el viento los sonidos que arrullaban el bosque no iban a cambiar y que le aguardarían cuanto hiciera falta. De manera que volvió a ocultarse y dando media vuelta, regresó al fondo del agujero.
Soñó que las sombras aliviaban al claro del sol de Agosto. Que la rivera cercana reverberaba sobre un silencio de hojas quietas. Sus pies sumergidos en un mar de hierba fresca, el aire acariciándole el cuerpo entero. Y al despertar, supo que ese día por fin se atrevería a salir.
Recorrió ansioso el túnel que llevaba al bosque y como cada mañana se detuvo en la salida. Un resplandor rojizo se cernía aún sobre el paisaje calcinado, atravesado de columnas de humo que le abrasó en cada aliento y anegó de lágrimas sus ojos.
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