Con cierto desconcierto asisto al
desfile de imágenes varias de mi último verano; innumerables esfuerzos artísticos
que en poco reflejan los gloriosos atardeceres (a los amaneceres nunca alcancé
despierto), paisajes imponentes o joyas arquitectónicas de tierra adentro que
traté de retratar. Ninguno posee un mínimo del alma que creí dejarme en ellos y
que, aún, en el pecho echo yo en falta.
Tal vez no fuera yo quien
disparara y mi cámara ande preñada de los recuerdos de alguien más; un villano
sin escrúpulos que vive a costa mía. ¿Cómo explicar de otro modo la nausea y el
espanto que me asaltan al hallar entre las fotos un jocoso autorretrato mostrando
la felicidad de otro?
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