Lee Van Cleef estrechó su mirada
aviesa y, a lo Clint Eastwood, mordí con fruición la tapa de mi “Bic” tratando
de no arrugarme lo más mínimo.
No era la primera vez que nos
veíamos cara a cara y en ninguno de nuestros previos encuentros habíamos pasado
de desafiarnos en silencio o escupir amenazas disfrazadas de cumplidos (“Muy
amable de su parte brindarme la oportunidad de discutir ciertos asuntos”).
Muchas cuentas, sin embargo, nos quedaban por saldar; tantas que tal vez no
fueran suficientes las cinco balas que aguardaban en mi revólver.
Lee sudaba como nunca y su barba
incipiente le daba un aspecto tan rudo que su traje negro apenas dignificó su
figura cuando se acercó un par de pasos mostrando una sonrisa taimada. A mí, el
poncho empezó a quedarme grande a medida que el valor se me iba evaporando al
sol justiciero del desierto de Almería. De tal forma mengüé que mi rival
pareció agigantarse y su mirada comenzó a caerme desde tan alto que su peso
aceleró mi apocamiento hasta que, con titánico esfuerzo, logré descubrir mi
brazo derecho mostrando el arma enfundada a la cadera.
Lee recuperó su papel secundario
y dio un paso atrás. Toleró estoico una mosca recorriendo su frente sudorosa
pero no pudo evitar un ligero sobresalto al irrumpir ,estridente, el ineludible
Morricone amenizando la escena. Era mi oportunidad. Tras casi tres horas de
película había de cumplir con mi deber de héroe por eliminación. El crescendo
repetitivo de la banda sonora iba alcanzando su clímax y a Lee empezó a
temblarle la mano al acercarla a su cartuchera. Nada importaba cuan rápido
desenfundara pues a mí me correspondía disparar primero. El suyo, sería un tiro
errado, herido ya de muerte estipulada. Y yo dispondría entonces de unos
segundos para encapuchar mi bolígrafo y
cerrar la carpeta.
Mas para cuando el eco de la
música se hubo apagado, nos mirábamos aún sin mover un músculo y algo en sus
ojos me dijo que Lee había comprendido al fin. Aquel brillo le activó como un
resorte y, en menos de un suspiro, yacía yo en el suelo con la vida
escapándoseme por el agujero que me acababa de abrir en el pecho.
Lee prefirió no acercarse. De
sobra sabía lo que encontraría bajo el poncho. Si había permitido que un
impostor le engañase de aquel modo fue solo por poder contar que este glorioso
día el olvidado Van Cleef había por fin derrotado al celebérrimo Estwood.
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