Tal vez Puccini ya lo supiera
cuando hilvanó la melodía con que aliviarnos el espíritu tras el turbulento
final del segundo acto, mientras se releva la guardia al alba del día en que
Cavaradossi ha de encontrar, sorprendido, una muerte anunciada.
Seguro que otros muchos antes
habían sucumbido al torrente incesante de emociones que, como a mí, me tomaron
por asalto aquella primera vez, apenas caído el telón entre el cadáver
desangrado de Scarpia y la ovación del heterogéneo público que atestaba la Ópera
de Praga allá por el año 1993. Esa experiencia, hasta entonces única, tan solo contribuyó
a acrecentar aquel toque de romántica tragedia que nuestro viaje de fin de
carrera siempre tuvo para mí, incluso antes de que tomáramos el autobús con
dirección al aeropuerto de Barajas. Aquella función, sin embargo, me sirvió
para aprender a desconfiar de anhelos y de esperanzas irracionales fruto de
cualquier obra de arte por arrebatadora que fuera.
Despojado de toda sensiblera
afección e inconsciente de otras similares perturbando a mi acompañante,
asistimos en Oviedo a la que habría de ser una decepcionante recreación de lo
que, en su día, me había resultado poco menos que sublime. Anodina y carente de
magia, me pareció haber estado engañado durante meses, como si la música que había conocido en Praga la hubiera yo
imaginado inmerso en el hechizo que me poseía por entonces.
Tal vez con el propósito de
testar esta posibilidad (y por el capricho de un destino burlón que la programó
en el par de días que allí estuvimos) regresé al mismo escenario donde todo
había comenzado, compartiendo palco con el ángel que aún hoy me acompaña. Hasta
allí la arrastré, forzándola a explicarme la naturaleza misma de aquella
primera y personalísima emoción que el arte que contemplábamos me había
ofrecido durante un par de horas unos años atrás y se había esfumado al
iluminarse el patio de butacas. Con enfermiza obsesión, pretendí que sintiera
lo mismo que yo en aquella ocasión y con desilusión acepté que mi locura era
única y el encanto ya no podía regresar.
Puccini cayó en mi olvido, como
tantos otros, y salvo esporádicas programaciones radiofónicas de alguna de sus
arias, Tosca quedó anclada como un patético recuerdo de mi época más triste.
Hasta que catorce años después,
obligado a medias por mis paternales quehaceres, tomé asiento en uno de los
primeros bancos de la iglesia de St Mary´s dispuesto a que un grupo de
aficionados (entre ellos mi hija de nueve años) le diera la puntilla al
glorioso espejismo del genio italiano. Mas, para mi asombro y guiados por un
excelente director español a quien tuve el placer de conocer entre los dos
primeros actos, su exiguo grupo de intérpretes atinaron las primeras notas y se
fueron creciendo hasta que el prófugo Angelotti hizo su entrada sobre el
diminuto escenario y dejó constancia de mi craso error de juicio. La sucesiva
aparición de los principales personajes no sólo no desmereció la intervención
del bajo sino que la voz de una espléndida soprano nos regaló momentos de
inesperada excelencia.
Así, entre intrigas, celos y
celebraciones, alcanzamos la última escena del primer acto con los coros
apretujados tras el furioso barón, dispuestos a rezar el Te Deum. La música
pasó entonces a un segundo plano, banda sonora de un espectáculo increíble: una
perla en uniforme de escuela, distraída a ratos, saltándose algún latinajo,
pero dotándole su gracia única al dramático ceremonial al que asistíamos. El
público estalló en aplausos como no podía ser de otra manera (allí casi todos
estábamos emparentados con algún intérprete) y mi niña se vino trotando hasta
el banco para seguir el espectáculo sentada a mi vera. Hasta entonces sus
contactos con la Ópera habían sido testimoniales y a regañadientes y tuve que
hacerle un resumen de la trama (exagerando aún más los momentos más funestos)
para despertarle un interés que le
notaba yo algo desatendido.
Consumido el refrigerio del
descanso (un zumo de naranja en vaso de plástico), hube de insistirle que
guardara silencio cuando Juan, batuta en mano, se dispuso a reanudar el
recital. Como le había censurado los motivos de la desdichada heroína para
deshacerse del villano y a la cría le resultaron excesivos los dimes y diretes
que armonizaron durante lo que debió parecerle una eternidad, no pudo evitar preguntarme
un par de veces cuándo llegaba la acción. “Pronto”; ella aceptó. Pero para
entonces no debió importarle que el barón se muriera bajando la cabeza e
hiciera mutis por el foro tan discreto como pudo, para dejar que Tosca cerrara
de manera magistral el segundo acto
Apenas nos levantamos esta vez,
cansada como estaba y ansioso yo por escuchar el celebérrimo “Adiós a la vida”.
Los últimos carraspeos enturbiaron los primeros acordes y, como a buen seguro
Puccini había previsto, su toque de magia, aquel que había yo perseguido a
ciegas durante años, reverberó entonces entre las columnas de la iglesia y fue
a posarse sobre nosotros.
Justo en ese instante, mientras
amanecía por última vez para los dos amantes, mi niña me rodeó el brazo con los
suyos y apoyó su carita sobre mi hombro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario