miércoles, 6 de agosto de 2014

La cuarta Tosca

Tal vez Puccini ya lo supiera cuando hilvanó la melodía con que aliviarnos el espíritu tras el turbulento final del segundo acto, mientras se releva la guardia al alba del día en que Cavaradossi ha de encontrar, sorprendido, una muerte anunciada.

Seguro que otros muchos antes habían sucumbido al torrente incesante de emociones que, como a mí, me tomaron por asalto aquella primera vez, apenas caído el telón entre el cadáver desangrado de Scarpia y la ovación del heterogéneo público que atestaba la Ópera de Praga allá por el año 1993. Esa experiencia, hasta entonces única, tan solo contribuyó a acrecentar aquel toque de romántica tragedia que nuestro viaje de fin de carrera siempre tuvo para mí, incluso antes de que tomáramos el autobús con dirección al aeropuerto de Barajas. Aquella función, sin embargo, me sirvió para aprender a desconfiar de anhelos y de esperanzas irracionales fruto de cualquier obra de arte por arrebatadora que fuera.

Despojado de toda sensiblera afección e inconsciente de otras similares perturbando a mi acompañante, asistimos en Oviedo a la que habría de ser una decepcionante recreación de lo que, en su día, me había resultado poco menos que sublime. Anodina y carente de magia, me pareció haber estado engañado durante meses, como si la música  que había conocido en Praga la hubiera yo imaginado inmerso en el hechizo que me poseía por entonces.

Tal vez con el propósito de testar esta posibilidad (y por el capricho de un destino burlón que la programó en el par de días que allí estuvimos) regresé al mismo escenario donde todo había comenzado, compartiendo palco con el ángel que aún hoy me acompaña. Hasta allí la arrastré, forzándola a explicarme la naturaleza misma de aquella primera y personalísima emoción que el arte que contemplábamos me había ofrecido durante un par de horas unos años atrás y se había esfumado al iluminarse el patio de butacas. Con enfermiza obsesión, pretendí que sintiera lo mismo que yo en aquella ocasión y con desilusión acepté que mi locura era única y el encanto ya no podía regresar.

Puccini cayó en mi olvido, como tantos otros, y salvo esporádicas programaciones radiofónicas de alguna de sus arias, Tosca quedó anclada como un patético recuerdo de mi época más triste.

Hasta que catorce años después, obligado a medias por mis paternales quehaceres, tomé asiento en uno de los primeros bancos de la iglesia de St Mary´s dispuesto a que un grupo de aficionados (entre ellos mi hija de nueve años) le diera la puntilla al glorioso espejismo del genio italiano. Mas, para mi asombro y guiados por un excelente director español a quien tuve el placer de conocer entre los dos primeros actos, su exiguo grupo de intérpretes atinaron las primeras notas y se fueron creciendo hasta que el prófugo Angelotti hizo su entrada sobre el diminuto escenario y dejó constancia de mi craso error de juicio. La sucesiva aparición de los principales personajes no sólo no desmereció la intervención del bajo sino que la voz de una espléndida soprano nos regaló momentos de inesperada excelencia.

Así, entre intrigas, celos y celebraciones, alcanzamos la última escena del primer acto con los coros apretujados tras el furioso barón, dispuestos a rezar el Te Deum. La música pasó entonces a un segundo plano, banda sonora de un espectáculo increíble: una perla en uniforme de escuela, distraída a ratos, saltándose algún latinajo, pero dotándole su gracia única al dramático ceremonial al que asistíamos. El público estalló en aplausos como no podía ser de otra manera (allí casi todos estábamos emparentados con algún intérprete) y mi niña se vino trotando hasta el banco para seguir el espectáculo sentada a mi vera. Hasta entonces sus contactos con la Ópera habían sido testimoniales y a regañadientes y tuve que hacerle un resumen de la trama (exagerando aún más los momentos más funestos) para despertarle un interés  que le notaba yo algo desatendido.

Consumido el refrigerio del descanso (un zumo de naranja en vaso de plástico), hube de insistirle que guardara silencio cuando Juan, batuta en mano, se dispuso a reanudar el recital. Como le había censurado los motivos de la desdichada heroína para deshacerse del villano y a la cría le resultaron excesivos los dimes y diretes que armonizaron durante lo que debió parecerle una eternidad, no pudo evitar preguntarme un par de veces cuándo llegaba la acción. “Pronto”; ella aceptó. Pero para entonces no debió importarle que el barón se muriera bajando la cabeza e hiciera mutis por el foro tan discreto como pudo, para dejar que Tosca cerrara de manera magistral el segundo acto

Apenas nos levantamos esta vez, cansada como estaba y ansioso yo por escuchar el celebérrimo “Adiós a la vida”. Los últimos carraspeos enturbiaron los primeros acordes y, como a buen seguro Puccini había previsto, su toque de magia, aquel que había yo perseguido a ciegas durante años, reverberó entonces entre las columnas de la iglesia y fue a posarse sobre nosotros.


Justo en ese instante, mientras amanecía por última vez para los dos amantes, mi niña me rodeó el brazo con los suyos y apoyó su carita sobre mi hombro.



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