jueves, 29 de octubre de 2015

Omnipotente

El reo despertó con la sensación de que algo era diferente, con un regusto de optimismo que se resistió a abandonarle aun cuando se situó en el alba del día en que había de cumplirse su sentencia.

Alzó una mano para restregarse los ojos y el peso del grillete le resultó liviano, suave el roce áspero del metal roñoso.

La noche anterior había caído rendido, enredado en un maremagnum de dudas, odio y frustraciones que fue serenándose en un sueño apacible y aquel plácido despertar. Apenas sin esfuerzo se puso en pie y dos pasos hacia la puerta de su celda bastaron para desprender las cadenas que le sujetaban al muro de piedra.

Antes siquiera de empujarla, supo que la puerta estaba abierta y en nada le extrañó hallar el corredor vacío y en absoluto silencio. Caminó despacio, libre de apremios y de anhelos.

Con una alegría discreta que era más un alivio casi avergonzado, el guardia alcanzó el final del pasillo y salió al patio donde esperaba el imponente patíbulo. Lo contempló con el recelo justo de lo que ya no habría de ser y se acercó con paso firme y decidido.

El vacío que le rodeaba le atizó una responsabilidad que venía perfilándose en su espíritu hasta entonces indeciso y pusilánime y, al poner pie en el último escalón, se vió por fin capaz de cumplir con su deber.

El sudor se le enfrió en la cabeza al quitarse la capucha. El verdugo soltó el mango de madera y se observó las manos por un instante. Habían dejado de temblar y el sosiego se le extendía por todo el cuerpo como un bien incurable. Descendió del cadalso consciente de que no iba a volver jamás, con la certeza propia de quien se sabe al mando de sus juicios y sus actos.

Al abandonar el penal el ministro pudo saborear todo el placer de haberse otorgado el más merecido de los indultos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario