Jamás se le pasó por la cabeza que pudiera desprenderse porque no lo concebía de ninguna otra manera. Allí había estado desde que lo vio por primera vez de la mano de su madre y ni sus hijos ni sus nietos habían dejado de celebrar sus infancias bajo su sombra protectora. Por eso le resultó disparatado, casi ofensivo, que alguien sugiriera que se apartase e ignoró los agüeros de otros muchos. Si de algo estaba firmemente convencido era de que nada había de cambiar.
Miró hacia arriba por última vez con una excitación inusual, de testigo privilegiado.
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