El seto era lo suficientemente frondoso para ocultarle por completo (especialmente en el crepúsculo de aquel área sombría del jardín) y el césped suave para su rodilla magullada. Había llegado apenas tres días atrás y aún le escocía el sabor salado del agua en los labios. Desde entonces no había parado de correr. Estaba cansado y decidió tenderse en el suelo mientras el cielo se enturbiaba de un morado reconfortante. Al cabo de unos minutos despertó sobresaltado en plena noche. Los ecos del tráfico cercano le habían rescatado de un sueño imprudente. Con esfuerzo y en silencio se puso en cuclillas y escudriñó entre las hojas del arbusto. Ni rastro de los otros chavales. Les imaginó escondidos como él, tal vez a tan sólo unos metros, deseando no ser descubiertos y se preguntó hasta cuándo estarían dispuestos a esperar. A él ya se le había pasado por la cabeza desvelar su posición pero el orgullo se lo había impedido. Ahora, sin embargo, entre sombras más oscuras, el silencio le resultaba demasiado imponente. Como si nunca antes hubiera estado solo, comenzó a temblar y los ojos se le llenaron de lágrimas.
“¡Por mí y por todos mis compañeros!” oyó gritar desde muy lejos y de inmediato protestas y risas se mezclaron con el discreto barullo de la noche de Agosto.
El muchacho cerró con fuerza los párpados y se tapó los oídos bajando la cabeza. Las quejas y el regocijo le resultaban aterradores como las palabras ininteligibles de aquel lenguaje extraño tan lejos de casa. Y siguió escondido. Tal vez para siempre.
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