Rubio se abrió paso hasta el asiento que le habían reservado en mitad de la sala. Legendaria como era su absoluta desconsideración por cualquiera que no formara parte de su selecto grupo de matones, a nadie le sorprendió que antes de ocupar su sitio, se enredara en una trifulca que empezó verbal y hubiera terminado a guantazos de no ser por el mucho juicio o las pocas agallas de Martín, un novato de Químicas que se había librado de buena parte del suplicio de sus colegas primerizos, al instalarse en la residencia un par de semanas después que el resto. Aunque Pablo no había cedido aquella vez a la presión de sus protegidos de que extendiera el periodo de novatadas para la exclusiva y necesaria iniciación del retrasado, el director había hecho alarde de su peculiar mano izquierda y de su selectiva tolerancia, para ignorar los desmanes de Rubio y las penurias de Martín, durante el tiempo que tardó en apaciguarse la mala saña del veterano, incapaz de doblegar al díscolo novato como hubiera deseado. Por entonces, buena parte de los residentes, hartos de los abusos y privilegios de unos pocos, había tomado parte por el recién llegado y fueron ellos los que, a fuerza de ignorar sus bravatas, consiguieron que Rubio soltara su presa del cuello y le acosara sólo de lejos. Ni que decir tiene que la animadversión de aquel tirano le había impedido a Martín entablar amistad con los otros novatos (aterrados por compartir su suerte) y tampoco entre el resto de sus compañeros consiguió despertar nada más que una prudente y aséptica simpatía, insuficiente para interponerse ante Rubio en ninguno de sus todavía ocasionales y desiguales roces.
Como aquel que apunto estuvo de írseles de las manos justo antes de que empezara el partido, el mismo instante en que, amparados en la penumbra de la sala de televisión, las últimas filas atronaron al unísono en un abucheo festivo, hasta que el matón hubo posado sus inmensas posaderas en la silla reservada para él, no sin antes dedicarles un impúdico gesto y un sonoro eructo.
Era del todo habitual que Rubio destapara su singular don de gentes en cada una de sus veladas balompédicas aunque aquel día, algunos (incluso de aquellos que celebraban sus fanfarronadas) hubieran esperado una actitud algo menos jocosa dada la amistad que le había unido a Antonio. En realidad, cualquiera que se hubiera asomado a la habitación oscura abarrotada de estudiantes jaleando a sus equipos, se hubiera resistido a creer que a la mayoría de aquellos chavales aún les costaba dormir por las noches, imaginando a su compañero ahorcado con el cinturón de su albornoz. Parecía, eso sí, saludable que fueran capaces de despistar tan morbosas imágenes durante las dos horas que durara el partido, así que pocos les hubieran criticado por estar allí como casi todos los sábados, especialmente aquel en que Madrid y Barça jugaban su primer encuentro de la temporada.
Poco amigo de los deportes televisados y libre (como demostró) de elegir lugar y manera de dejar este mundo, resultaba algo enojoso que Antonio hubiera decidido quitarse la vida a cuatro días de uno de los acontecimientos deportivos del año. Pero poco importaba ya si lo hizo en broma o a mala leche; los vivos habían decidido no tomárselo demasiado a pecho, escogiendo no mezclar una muerte tan humana con el divino espectáculo del fútbol.
Para el minuto veinte, sin embargo, había empezado a resultar evidente lo mundano del juego de ambos bandos, que parecían dedicarse en exclusiva a zurrarse de lo lindo y a fingir más de la cuenta cuando les tocaba. Cada lance, claro está, recibió diferentes interpretaciones según los colores de cada uno y pronto, la sala empezó a animarse con opiniones encontradas y comentarios más o menos ocurrentes y siempre ofensivos. Este fanatismo, capaz como cualquier otro de anular el buen juicio del más cabal de los mortales, derivó en un curioso intercambio de acusaciones, al ir desarrollando los afectados una sorprendente capacidad de visión selectiva y transmutación de responsabilidades propias en injusticias ajenas.
Exquisitas leyendas de amigos íntimos arrojándose sillas a la cabeza por un penalti que no fue, recorrían las residencias masculinas de la ciudad. Tal vez por ello Julián hizo ademán de abandonar la sala cuando, casi al descanso, los Vicente (que parecían no compartir más que su pasión por los cuerpos enfermos) se enzarzaron en una disputa verbal en la que incluso mentaron a sus comunes progenitores.
“Deja”, le sujetó Miguel Ángel del brazo, antes que se levantara, “que ya se les pasa. Ni que no les conocieras”.
Julián se quedó muy a su pesar. A él ni siquiera le gustaba el fútbol y le importaba bien poco quien ganara aquel partido. Las tardes de los sábados resultaban demasiado tristes si no se compartían con los otros desterrados. Siempre había envidiado a Díaz y sus continuos fines de semana fuera de aquellos muros. Para él resultaba imposible desde que en su casa ya no había familia que le aguardara. Hecha pedazos por la desgracia y la desidia, se había disgregado en núcleos irreconciliables que se evitaban como podían en el opresivo pueblucho donde todos habían nacido. Desde entonces, cualquier lugar era más acogedor que su propia casa y cualquier compañía más grata que la de los suyos.
“Alegra esa cara, que ya sólo queda una parte”, le animó Miguel Ángel, mientras salía al pasillo. “Guárdame el sitio”.
Los pitillos del descanso apaciguaron a las hinchadas lo justo para que, a la vuelta, ocuparan sus respectivos asientos con relativo civismo. Pero, con el comienzo del segundo tiempo, las hostilidades volvieron a desatarse con renovada virulencia.
A casi todos, en el fondo, les divertía aquel ritual de pasiones y violencia, desatadas en la intimidad multitudinaria del colegio. Para muchos era suficiente observarlo tranquilos desde sus asientos, otros exploraban excitados la sensación de riesgo y abuso, llevando sus acciones y palabras al borde mismo de lo tolerable.
Romero, a quien el fútbol tampoco entusiasmaba, no dejaba de atender a cada cita de los sábados por aquel afán profesional de buscarle una explicación a aquello de lo que, según él, cojeaba cada cual. En su opinión, la actitud despótica de Rubio respondía a una falta de afecto en su tierna infancia, causante de un sentimiento de inferioridad crónico que él compensaba a improperios y guantazos. Cuando, en un ataque de inmodestia, había mencionado aquella hipótesis en una de sus reuniones de cuarto, el único que no tuvo que aguantarse la risa fue Luis Vicente, empeñado en explicarle como se le ocurría a él que el psicólogo podía devolverle el afecto que Rubio echaba en falta. Desde entonces, por supuesto, se había guardado sus formulaciones para los sesudos grupos de estudio de la facultad y nunca se armó de valor para decirles lo que pensaba de ellos mismos. Miguel Ángel, para empezar…
Un rugido mayor del habitual, que estremeció la sala al señalar el árbitro el final del partido, le despistó de sus cábalas. El empate sin goles no había dejado satisfecho a nadie y allí protestaba hasta el apuntador. Algo, sin embargo, resultaba diferente entre el alboroto desatado aquella tarde, algo en la manera de mirarse, en el tono de sus juramentos, en la tensión de sus puños crispados. A Romero no le extrañó que el golpe cercano de la muerte aún les afectara. Lo que sí le sorprendió fue que, lejos de hacerles temerosos y dóciles, les estuviera azuzando aquellos instintos destructivos. Tanto como le fascinaba el espectáculo, empezó a asustarse cuando, espantados por la intensidad de las riñas de la primera fila, algunos empezaron a salir al pasillo a trompicones. Él mismo trató de convencer a Miguel Ángel de que, por mucho que lo intentara, no iba a lograr calmar a aquellos energúmenos, pero sólo consiguió que el veterano se apartara para dejarle paso y tiró tras Julián hacia la salida.
Antes de que alcanzaran la puerta, las luces de la sala se encendieron y, como por ensalmo, la voz de los comentaristas que seguían analizando el decepcionante partido en la tele, volvió a oírse sobre un silencio tenso de jadeos y de toses.
“Debería daros vergüenza”.
Pablo exhibía un gesto muy serio, pero su mirada apenas se posó en Rubio cuando barrió lentamente la sala y vino a fijarse en el estudiante de medicina que aún seguía en pie entre las sillas desordenadas.
“¿Qué ha pasado?”
Miguel Ángel no contestó.
“Cosas del fútbol”, bromeó Gonzalo desde la primera fila, por quitarle hierro al asunto.
Pero ni sus buenas relaciones con el director sirvieron para aliviarle el disgusto.
“Martín” (el novato estaba muy cerca de Rubio) “ya hablaremos tú y yo”.
“Y le repites lo que andas diciendo de Antonio”, escupió el matón con mucha más insidia que sincero pesar.
A una mirada del director, Rubio bajó la cabeza y salió de la sala mascullando una amenaza. Sus secuaces no tardaron en seguirle y al poco, no quedaron más que Miguel Ángel y Martín, enfrentados a Pablo, quien se limitó a menear la cabeza antes de marcharse también.
“¿Estás bien?”, se interesó el de medicina.
Pero el otro ni siquiera le miró mientras colocaba una silla y se sentaba frente al televisor, como si nada hubiera pasado.
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