miércoles, 29 de febrero de 2012

Divagando sobre un día que sobra

Amanece un veintinueve de Febrero que, no por esperado, resulta menos molesto; un día de sobra en medio de la semana para alargar un mes antipático como pocos; unas cuantas horas extras que quedarán sin paga y transcurrirán sin pena ni gloria, para yacer sepultadas en los almanaques bajo el peso colosal de cuatro años como Dios manda.

No tengo por costumbre afrontar “días bisiestos” con tan poco entusiasmo y tan mala saña; tal vez ni siquiera me hubiera molestado en escribir mis quejas si no fuera por mantener vivo este blog. Por otra parte es muy posible que, de haber caído en sábado, estuviera alabando las excelencias de un tiempo regalado, que dedicar al descanso y al placer; pues, ¿qué mejor manera de ocupar los momentos que nos sobran (y hasta los que nos faltan) que empeñados en ser dichosos a toda costa?

Ser feliz es cuestión de práctica, de buenas costumbres y mejores maneras. Alegrarse por obligación, mirar hacia arriba, atrapar al vuelo los instantes positivos, abrazarlos hasta el siguiente momento de lucidez es algo en lo que deberíamos aplicarnos cada minuto de nuestra existencia. Y si la vida nos concede una prórroga en forma de accidentes casi fatales, curaciones inesperadas u ocasionales veintinueves de Febrero, aprovechémosla sin entretenernos en preguntas, lamentos o exigencias.

Olvidado, pues, mi patético levantar de pie izquierdo y, reconfortado por el infalible efecto del optimismo, me dispongo a apurar con deleite las últimas horas de este día extraño y recurrente.

lunes, 27 de febrero de 2012

IX

Aquella noche despertó con una angustia diferente. Por primera vez en los últimos días la imagen que soñó no fue la de un cadáver sino la del hombre vivo que había amado y que ahora odiaba con una mezcla de culpa y desencanto. Cuando supo de su traición, le hubiera gustado verle muerto, tal fue el dolor que le infligió al confirmarle lo que aquel otro muchacho se había acercado a contarle unas semanas antes, pero, al poco, y animada por su amiga Miriam, decidió perdonarle la vida y odiarle con coraje, con orgullo y con un secreto y vergonzoso afán de verle arrepentido y de nuevo a sus pies. Tal vez por ello Charo había decidido no hacer pública (fuera de su círculo más cercano) una ruptura que, por otra parte, Antonio se había resistido a aceptar.

La muchacha encontraba aquel detalle particularmente doloroso y difícil de comprender. Los infructuosos, más confiados, intentos de obtener su perdón, no concordaban en absoluto con la intención de un suicida, a menos que la tozuda esperanza que aún demostró en su última tentativa se la hubiera ella truncado con aquel gesto falso de desdén que tuvo que forzar. Miriam le había aconsejado que le castigara un poco más, antes de empezar a disculparle su deslealtad y ella había accedido sin darse cuenta de que nunca más tendría ya oportunidad de perdonarle. Una ruptura definitiva y mucho más notoria de cuanto hubiera imaginado, había venido a confirmar lo que muchos sospechaban y por fin sabían todos; aquellos mismos que la compadecían no sólo por el amor perdido sino por la culpa insoportable que tan certeramente le suponían.

Esa misma culpa, que era también un miedo atroz, una vergüenza furiosa y un agotamiento insuperable, justificaron su reclusión durante los días que siguieron a la fatal noticia. Tan sólo sus padres, de visita inevitable, consiguieron sacarla de su habitación y la llevaron a comer a un restaurante de un pueblo cercano donde fuera imposible cruzarse con alguno de sus conocidos. Miriam se había encargado de apaciguar la curiosidad de sus compañeras y de agradecer las más o menos sinceras muestras de pesar que todas quisieron transmitirle. Su amiga no le había ocultado el revuelo general que el asunto había causado y le había alertado del particular y malsano interés que un tal Romero (que resultaba ser vecino de su novio) había demostrado cuando ella, tratando de evitar el fisgoneo de sus compañeros de facultad, les había informado de su estado con una escueta declaración. Al tanto como le puso de la confidencia de aquel otro muchacho de su residencia y, con un repentino afán por preservar la reputación de Antonio, Charo había vuelto a solicitar de su amiga la mayor discreción y Miriam, casi indignada, le había reiterado su incondicional lealtad; la de una fidelísima y ferviente admiradora, sombra mediocre, paño de lágrimas, amiga para todo, que la había seguido hasta allí y, sólo por obediencia filial, no estudiaba farmacia como ella.

La confianza de Charo se había acostumbrado a la presencia constante de Miriam como algo natural e incluso necesario; tanto que, durante los días que siguieron al suicidio y mientras su amiga acudió a clase, apenas pudo sobrellevar el inicial estupor que la noticia le provocó ni la cascada de sensaciones que le siguieron y, sólo tras el fin de semana, con ella a su lado, había conseguido reunir el  valor suficiente para presentarse en la facultad y afrontar los gestos de compasión y recelo que venía imaginando desde que se supo víctima y culpable, libre y condenada, viuda y soltera, tal vez para el resto de su vida.   

miércoles, 22 de febrero de 2012

Carteras, cromos y ceniza

La cartera de cuero cargada a su espalda iba golpeándole la nuca y los riñones a cada zancada sobre el suelo encharcado del patio, en busca de la entrada al palacio que era su colegio. El peso inhumano de los libros constituía la primera tortura de un día que ya estaba empezando tarde y de malas maneras. Atravesó salas y pasillos como una exhalación con el verdugo verde haciéndole picar el cuello de sudor insoportable. Al llegar a la puerta del patio de atrás, el grande, el que lindaba con la muralla, los avisos rítmicos del silbato le confirmaron que ya era tarde para unirse a su fila de ejercicios matinales. Aún así, se asomó furtivo por el hueco de la puerta. Cientos de chavales perfectamente formados, agitaban sus brazos y brincaban al unísono; los faldones de sus abrigos aleteando furiosos y las palmadas de sus manos al juntarse resonando jubilosas en la mañana gélida y gris del sur de Castilla. Habría de esperar a que cumplieran el ritual gimnástico de cada día para poder unirse a sus compañeros cuando desfilaran corriendo de vuelta al edificio por la misma puerta tras la que, con algo de fortuna, lograría ocultarse sin ser visto. No transcurrió ni siquiera un minuto cuando otro rezagado furtivo se le unió en el angosto escondrijo, pegado a la fría pared de granito. Apenas cruzaron una mirada bajo el arco de sus verdugos de lana; ni una palabra que pudiera delatarles, ni siquiera cuando otro compañero de infortunio se les unió, ni cuando el lugar estuvo tan concurrido que las opciones de éxito empezaron a cifrarse en confundirse con la multitud.

Observó nervioso el gesto de los otros muchachos, que iba del terror casi petrificado a la más absoluta y confiada naturalidad. Los más tranquilos empezaron a charlar y un par de ellos sacaron incluso sus tacos de cromos para cambiarlos allí mismo; el guante derecho mordido en la boca, mientras los pasaba veloz, esperando a que el otro le hiciera detenerse para hacer negocio.

Cuando los pitidos cesaron y escucharon las primeras órdenes de dirigirse a las aulas, todos sin excepción se pegaron a la pared tan cerca de la puerta como les fue posible, dispuestos a unirse a la cola de su clase sin que el profesor (que habría de encabezar la comitiva) se percatara de ello. Era como subirse a un tren en marcha pero mucho más seguro. Eso sí, el éxito no estaba garantizado hasta que todos estuvieran ya sentados en clase escuchando atentos la lección, pues siempre hubo quien fue delatado por algún compañero vengativo o pelota que aquel día fuera cerrando la fila.

“Anda, tira”, le ordenó su maestro a uno de los chiquillos, que tragó saliva antes de obedecer.

“Fernández, otra vez tarde”, refunfuñó el padre Antonio sin una pizca de mala uva.

Otros, la mayoría, se hicieron los distraídos por no tener que leerles la cartilla y evitar castigos que, al final, les resultaban más molestos que a los condenados. Tras cinco minutos de frenética actividad y un flujo incesante de escolares y maestros, el portal quedó vacío y en silencio.

Todos salieron indemnes de aquel envite, no hubo pescozones ni tirones de orejas; tal vez para prevenir lágrimas y caras largas cuando al mediodía, en la capilla, recibieran humildes la ceniza en aquel primer miércoles de cuaresma.

jueves, 16 de febrero de 2012

VIII

Los gases concentrados bajo la techumbre metálica de la estación le revolvieron el estómago mucho antes de que accediera a las dársenas por la escalera mecánica. El autobús esperaba ya con el maletero abierto y la mitad de sus plazas ocupadas por estudiantes con caras largas de tarde de domingo. Su padre aguardó estoico con aquel gesto inescrutable que tanto le incomodaba, a medio camino entre su peor disgusto y un alivio inquietante. Parecía que los fines de semana le resultaban tan monótonos y cortos como a él mismo y que las interminables semanas, abocadas a aquellas ineludibles esperas entre coches de línea, eran una condena que ambos compartían con resignación.

Al primer trompicón del autocar, Díaz hizo un gesto con la mano que su padre correspondió con otro no menos apático. Intercambiaron por último una sonrisa de sincero cariño antes que el vehículo abandonara la dársena con una parsimonia que el conductor mantuvo hasta que salvó la estrecha salida de la nave con sorprendente pericia. Enfilaron la avenida hacia las primeras sombras del crepúsculo y pronto cruzaron el río frente al arco milenario. La modesta iluminación de la fortaleza les alumbró apenas unos metros hasta que la carretera nacional giró a la izquierda en busca de la primera aldea de la sierra. El muchacho apoyó la sien en el cristal frío de la ventana sin llegar a volverse. Nadie se había sentado a su lado y otras muchas plazas quedaban vacías. Díaz prefería tragarse en soledad los miedos y frustraciones que sus temporales y continuos destierros le seguían produciendo semana tras semana. Espió los rostros que tenía mas cercanos, tratando de identificar alguno de aquellos sentimientos, pero sólo en unos pocos halló algo de la inquietud que a él le torturaba.

El runrún familiar del motor le ayudó a sumirse en un estado semiconsciente del que le sacó la bocina del autobús. Los improperios casi rutinarios del conductor y los gritos de un par de muchachas sobresaltaron al resto de los pasajeros que se asomaron justo a tiempo de ver pasar a los dos coches involucrados en el adelantamiento imprudente que podía haberles mandado a la cuneta. Visiones antiguas de accidentes terribles vinieron a despertarle por completo y no pudo evitar imaginarse entre un amasijo de hierros y cristales. Un inesperado sentimiento de inseguridad le vino, sin embargo, a aliviar de tan macabros augurios, al presumir las inevitables comparaciones que su muerte suscitaría con la de aquel otro estudiante, mucho más admirado y popular, cuyo suicidio seguiría, a buen seguro, consternando a sus compañeros comunes.  Aquel a quien en vida muy pocos hicieron sombra en lo académico o lo social, conseguiría humillarle también desde la tumba, ninguneándole como cadáver, por muy típico y formal que se mostrara en su ataúd.

Para cuando hicieron su primer y penúltimo alto en la desolada parada de San Pedro, la espesa niebla que los faros habían conseguido apartar durante varios kilómetros, les engulló sin piedad. Se coló al deslizarse la puerta del autocar, dejando paso a un aterido muchacho desgarbado que se descubrió con un escueto saludo. El gorro en la mano, tiró hacia el fondo del coche y pasó a su altura emanando un aroma de frío y de humo que le evocaron tardes junto a la hoguera en la finca de sus tíos. Díaz le miró de soslayo mientras se sentaba dos filas más atrás. En su gesto de hastío creyó reconocer la desgana de un estudiante forzoso anhelante de abandonar para siempre el yugo familiar y resistió una envidia de la que debía avergonzarse, pero que le sumió en un humor taciturno que le acompañó durante el resto del viaje.

Los más impacientes se pusieron en pie y comenzaron a recoger sus bultos con los primeros reflejos dorados de la catedral sobre el agua lenta del río. Él trató de dilatar el éxodo, volviendo la mirada hacia las naves que se esparcían por los arrabales de la ciudad, mientras se aproximaban irremediablemente a la estación. Desde allí se dispersaron en silencio, como si la oscuridad de la noche, el frío y las afueras impusieran un sigilo tenso de respeto y de temor. Nadie le siguió hacia el cementerio, de camino a la residencia, pero aceleró el paso con la urgencia repentina y dócil de encerrarse en su cuarto, deshacer su bolsa y meterse en la cama.

Se alegró de no encontrar a nadie en recepción y alcanzó las escaleras con el eco de los goles, recordados desde la sala de televisión, sin cruzarse con ninguno de sus compañeros. Ya en el pasillo, ralentizó la marcha por amortiguar sus pasos sobre las baldosas pulidas y, muy próximo a su habitación, se detuvo sobresaltado. Alguien lloraba, muy quedo, tras una de las puertas cerradas. Se aproximó un par de pasos hacia la que le pareció que ocultaba los sollozos, pero estos cesaron de repente, alertados tal vez por su presencia. Unos minutos más tarde, Díaz se acostó con la satisfacción de saber que alguien más vivía amargado en aquel penal.  

sábado, 11 de febrero de 2012

Silencio reparador

Trató de detallar el espectáculo con un puñado de palabras, aquellas que había leído o escuchado a otros, pero no consiguió más que un burdo boceto de lo que se extendía alrededor sin hacerle justicia al cielo despejado, ni a la luna llena, ni a la helada inmaculada del jardín. Trató pues de describir su frustración con lamentos conocidos que, en su pluma, resultaron falsas quejas de vulgares plañideras. Juró entonces con rabia, blasfemó como tantos otros, culpando de su falta de talento a aquellos que no se esforzaban por entenderle. Redactó impecables cartas de reclamación, anónimos acusatorios y hasta falsas notas suicidas. Pero tampoco aquello mereció la atención de nadie y, al fin, se resignó a guardar silencio.

Calló durante meses con la urgencia inicial, casi incontrolable, de intentarlo de nuevo o de seguir protestando. Al poco, sin embargo, empezó a sentirse vacío y el fracaso fue dejando de doler hasta posársele en el alma como una limpísima pluma.

Asistió mudo al trascurso del invierno con sus noches claras frente a la ventana. Las observó con respeto y cautela, temeroso de volver a emponzoñarlas con sus metáforas podridas y quedó sorprendido por la imponente sencillez de aquella belleza, que no requería de su talento, ni el de ningún otro, para arrebatarle los sentidos.

sábado, 4 de febrero de 2012

VII

Rubio se abrió paso hasta el asiento que le habían reservado en mitad de la sala. Legendaria como era su absoluta desconsideración por cualquiera que no formara parte de su selecto grupo de matones, a nadie le sorprendió que antes de ocupar su sitio, se enredara en una trifulca que empezó verbal y hubiera terminado a guantazos de no ser por el mucho juicio o las pocas agallas de Martín, un novato de Químicas que se había librado de buena parte del suplicio de sus colegas primerizos, al instalarse en la residencia un par de semanas después que el resto. Aunque Pablo no había cedido aquella vez a la presión de sus protegidos de que extendiera el periodo de novatadas para la exclusiva y necesaria iniciación del retrasado, el director había hecho alarde de su peculiar mano izquierda y de su selectiva tolerancia, para ignorar los desmanes de Rubio y las penurias de Martín, durante el tiempo que tardó en apaciguarse la mala saña del veterano, incapaz de doblegar al díscolo novato como hubiera deseado. Por entonces, buena parte de los residentes, hartos de los abusos y privilegios de unos pocos, había tomado parte por el recién llegado y fueron ellos los que, a fuerza de ignorar sus bravatas, consiguieron que Rubio soltara su presa del cuello y le acosara sólo de lejos. Ni que decir tiene que la animadversión de aquel tirano le había impedido a Martín entablar amistad con los otros novatos (aterrados por compartir su suerte) y tampoco entre el resto de sus compañeros consiguió despertar nada más que una prudente y aséptica simpatía, insuficiente para interponerse ante Rubio en ninguno de sus todavía ocasionales y desiguales roces.

Como aquel que apunto estuvo de írseles de las manos justo antes de que empezara el partido, el mismo instante  en que, amparados en la penumbra de la sala de televisión, las últimas filas atronaron al unísono en un abucheo festivo, hasta que el matón hubo posado sus inmensas posaderas en la silla reservada para él, no sin antes dedicarles un impúdico gesto y un sonoro eructo.

Era del todo habitual que Rubio destapara su singular don de gentes en cada una de sus veladas balompédicas aunque aquel día, algunos (incluso de aquellos que celebraban sus fanfarronadas) hubieran esperado una actitud algo menos jocosa dada la amistad que le había unido a Antonio. En realidad, cualquiera que se hubiera asomado a la habitación oscura abarrotada de estudiantes jaleando a sus equipos, se hubiera resistido a creer que a la mayoría de aquellos chavales aún les costaba dormir por las noches, imaginando a su compañero ahorcado con el cinturón de su albornoz. Parecía, eso sí, saludable que fueran capaces de despistar tan morbosas imágenes durante las dos horas que durara el partido, así que pocos les hubieran criticado por estar allí como casi todos los sábados, especialmente aquel en que Madrid y Barça jugaban su primer encuentro de la temporada.

Poco amigo de los deportes televisados y libre (como demostró) de elegir lugar y manera de dejar este mundo, resultaba algo enojoso que Antonio hubiera decidido quitarse la vida a cuatro días de uno de los acontecimientos deportivos del año. Pero poco importaba ya si lo hizo en broma o a mala leche; los vivos habían decidido no tomárselo demasiado a pecho, escogiendo no mezclar una muerte tan humana con el divino espectáculo del fútbol.

Para el minuto veinte, sin embargo, había empezado a resultar evidente lo mundano del juego de ambos bandos, que parecían dedicarse en exclusiva a zurrarse de lo lindo y a fingir más de la cuenta cuando les tocaba. Cada lance, claro está, recibió diferentes interpretaciones según los colores de cada uno y pronto, la sala empezó a animarse con opiniones encontradas y comentarios más o menos ocurrentes y siempre ofensivos. Este fanatismo, capaz como cualquier otro de anular el buen juicio del más cabal de los mortales, derivó en un curioso intercambio de acusaciones, al ir desarrollando los afectados una sorprendente capacidad de visión selectiva y transmutación de responsabilidades propias en injusticias ajenas.

Exquisitas leyendas de amigos íntimos arrojándose sillas a la cabeza por un penalti que no fue, recorrían las residencias masculinas de la ciudad. Tal vez por ello Julián hizo ademán de abandonar la sala cuando, casi al descanso, los Vicente (que parecían no compartir más que su pasión por los cuerpos enfermos) se enzarzaron en una disputa verbal en la que incluso mentaron a sus comunes progenitores.

“Deja”, le sujetó Miguel Ángel del brazo, antes que se levantara, “que ya se les pasa. Ni que no les conocieras”.

Julián se quedó muy a su pesar. A él ni siquiera le gustaba el fútbol y le importaba bien poco quien ganara aquel partido. Las tardes de los sábados resultaban demasiado tristes si no se compartían con los otros desterrados. Siempre había envidiado a Díaz y sus continuos fines de semana fuera de aquellos muros. Para él resultaba imposible desde que en su casa ya no había familia que le aguardara. Hecha pedazos por la desgracia y la desidia, se había disgregado en núcleos irreconciliables que se evitaban como podían en el opresivo pueblucho donde todos habían nacido. Desde entonces, cualquier lugar era más acogedor que su propia casa y cualquier compañía más grata que la de los suyos.

“Alegra esa cara, que ya sólo queda una parte”, le animó Miguel Ángel, mientras salía al pasillo. “Guárdame el sitio”.

Los pitillos del descanso apaciguaron a las hinchadas lo justo para que, a la vuelta, ocuparan sus respectivos asientos con relativo civismo. Pero, con el comienzo del segundo tiempo, las hostilidades volvieron a desatarse con renovada virulencia.

A casi todos, en el fondo, les divertía aquel ritual de pasiones y violencia, desatadas en la intimidad multitudinaria del colegio. Para muchos era suficiente observarlo tranquilos desde sus asientos, otros exploraban excitados la sensación de riesgo y abuso, llevando sus acciones y palabras al borde mismo de lo tolerable.

Romero, a quien el fútbol tampoco entusiasmaba, no dejaba de atender a cada cita de los sábados por aquel afán profesional de buscarle una explicación a aquello de lo que, según él, cojeaba cada cual. En su opinión, la actitud despótica de Rubio respondía a una falta de afecto en su tierna infancia, causante de un sentimiento de inferioridad crónico que él compensaba a improperios y guantazos. Cuando, en un ataque de inmodestia, había mencionado aquella hipótesis en una de sus reuniones de cuarto, el único que no tuvo que aguantarse la risa fue Luis Vicente, empeñado en explicarle como se le ocurría a él que el psicólogo podía devolverle el afecto que Rubio echaba en falta. Desde entonces, por supuesto, se había guardado sus formulaciones para los sesudos grupos de estudio de la facultad y nunca se armó de valor para decirles lo que pensaba de ellos mismos. Miguel Ángel, para empezar…

Un rugido mayor del habitual, que estremeció la sala al señalar el árbitro el final del partido, le despistó de sus cábalas. El empate sin goles no había dejado satisfecho a nadie y allí protestaba hasta el apuntador. Algo, sin embargo, resultaba diferente entre el alboroto desatado aquella tarde, algo en la manera de mirarse, en el tono de sus juramentos, en la tensión de sus puños crispados. A Romero no le extrañó que el golpe cercano de la muerte aún les afectara. Lo que sí le sorprendió fue que, lejos de hacerles temerosos y dóciles, les estuviera azuzando aquellos instintos destructivos. Tanto como le fascinaba el espectáculo, empezó a asustarse cuando, espantados por la intensidad de las riñas de la primera fila, algunos empezaron a salir al pasillo a trompicones. Él mismo trató de convencer a Miguel Ángel de que, por mucho que lo intentara, no iba a lograr calmar a aquellos energúmenos, pero sólo consiguió que el veterano se apartara para dejarle paso y tiró tras Julián hacia la salida.

Antes de que alcanzaran la puerta, las luces de la sala se encendieron y, como por ensalmo, la voz de los comentaristas que seguían analizando el decepcionante partido en la tele, volvió a oírse sobre un silencio tenso de jadeos y de toses.

“Debería daros vergüenza”.

Pablo exhibía un gesto muy serio, pero su mirada apenas se posó en Rubio cuando barrió lentamente la sala y vino a fijarse en el estudiante de medicina que aún seguía en pie entre las sillas desordenadas.

“¿Qué ha pasado?”

Miguel Ángel no contestó.

“Cosas del fútbol”, bromeó Gonzalo desde la primera fila, por quitarle hierro al asunto.

Pero ni sus buenas relaciones con el director sirvieron para aliviarle el disgusto.

“Martín” (el novato estaba muy cerca de Rubio) “ya hablaremos tú y yo”.

“Y le repites lo que andas diciendo de Antonio”, escupió el matón con mucha más insidia que sincero pesar.

A una mirada del director, Rubio bajó la cabeza y salió de la sala mascullando una amenaza. Sus secuaces no tardaron en seguirle y al poco, no quedaron más que Miguel Ángel y Martín, enfrentados a Pablo, quien se limitó a menear la cabeza antes de marcharse también.

“¿Estás bien?”, se interesó el de medicina.

Pero el otro ni siquiera le miró mientras colocaba una silla y se sentaba frente al televisor, como si nada hubiera pasado.

jueves, 2 de febrero de 2012

Nota preliminar

Con frecuencia sucede que la realidad se impone a la ficción y muy pocas veces la mejora. Casi siempre la afea, la torna desagradable y amenazadora a base de lágrimas y muertos. Ayer mismo volvió a hacerlo, justo mientras escribía yo otra verdad paralela (producto exclusivo de mi imaginación), demostrándome tozuda que nada de lo que salga de una pluma evitará su crítica mordaz y en ocasiones, incluso su réplica soberbia y cruel.

Al comenzar este blog me propuse que eludiría referirme a realidades en forma de noticias y aún en estas líneas, me niego a relatar desastres que no se hayan fraguado en mi propia mente. Podréis no obstante los que tenéis costumbre de leerme, descubrir a qué me refiero cuando publique “VII” en los próximos días y entenderéis así la razón de esta nota. 

No voy a cambiar ni una letra de lo que hasta ayer escribí y concluiré la entrada como me venga en gana (o en inspiración) pues me niego a que lo real me sujete las fantasías y los deseos. Hecha pues esta declaración de intenciones, sigamos imaginando. 

miércoles, 1 de febrero de 2012

Revelación

Si dejó de escuchar no fue porque cambiaran su discurso ni porque bajaran la voz al pregonarlo. No fue porque perdiera interés ni porque la constancia de sus mensajes terminara por hastiarle. Si dejó de atender fue porque al fin comprendió que llevaban razón sin dejar de equivocarse, que cuanto contaban era lo que siempre supo y nunca olvidaría jamás; que ya no había razón para doctrinas ni para culpas antiguas incubadas en tardes grises de domingo.

Dejó de escuchar con la naturalidad del que se duerme sin saberlo al calor de su hogar, rodeado de ángeles conocidos; con la seguridad del que despierta al abrigo de sombras familiares sin quehaceres y sin prisas; con la certeza irrefutable de una fe rotunda y definitiva.