viernes, 15 de julio de 2016

Anoche

La madre le encontró sentado frente al televisor, su mirada (de habitual viva e inquisitiva) congelada en un gesto de madurez aterrador. Su primer impulso fue apagar el aparato, pero ella misma quedó atrapada por el pavoroso espectáculo y tan sólo pudo sentarse en silencio al lado del chiquillo. Ante aquel impúdico desfile de dolor la mujer sintió las primera lágrimas calentarle las mejillas, pero tuvo que contenerlas al comprobar de reojo la sobriedad del semblante de su hijo.

El locutor continuó su macabro relato pero ninguno prestaba atención. Ellos no escuchaban y también dieron en callar, como si sólo un silencio reverencial, el mismo que obligados guardaban sobre la acera, pudiera dotar de algún sentido a cuanto presenciaban.

Al cabo de un instante eterno percibió un ligero temblor en los labios del muchacho que atizó la rabia que le bullía en el alma y en la mente. Estuvo a punto de expresar lo que el odio le dictaba en juramentos irrepetibles, pero justo entonces el niño la miró y volvieron a encontrarse en aquel punto concreto de su existencia, conectados con la propia esencia de lo que es y seguirá siendo, no importa quien trate de aniquilarlo.

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